A propósito de Los reyes del mundo de Laura Mora y El alma quiere volar de Diana Montenegro
Además de pródigo ha sido un octubre prodigioso no solo porque se estrenaron las películas de dos extraordinarias mujeres sino porque han resultado ser sin duda muy bienvenidas para la cinematografía colombiana. En los dos filmes advertimos unas búsquedas formales que trascienden con creces la mera necesidad pragmática de realizar una película, e incluso el exotismo esperado por festivales clase A o B o Z. En ambas se trata el tema de la violencia en distintos ámbitos que van desde lo público, pasando por lo domestico, hasta lo más íntimo.
En Los reyes del mundo un grupo de cinco adolescentes empobrecidos emprenden un viaje azaroso en busca de un terreno que le heredó la madre de uno de ellos: Rá, y que pertenecía a su abuela; en su aventura, que en ocasiones será todo un viacrucis, van a ser testigos de una violencia distinta a la que suelen vivir en la ciudad, la del campo. En El alma quiere volar, Camila una niña de 10 años cuya madre es maltratada físicamente por su marido, viaja a pasar vacaciones en la casa de su abuela, allí se va a integrar con sus tías, su abuela y sus vecinas, y va a descubrir que las mujeres de su familia tienen una maldición.
Hay otros motivos en estas dos películas que matizan el de la violencia, que, dicho sea de paso, no es una violencia estilizada o edulcorada sin más a lo Hollywood, aunque tampoco la violencia del cine realista de la que hablé en el comentario dedicado a Amparo de Simón Mesa https://calleesosojos.com/2022/05/10/amparo-la-opera-prima-de-simon-mesa/, sino una violencia transmutada en otra cosa, que deviene de una sincera reflexión acerca de ese mal que nos aqueja como sociedad. Si, otra vez la omnipresencia de la violencia que no es otra cosa que un correlato de la cultura y de la historia, pero esta vez (re)tratada desde la inconmensurable proximidad y sensibilidad femenina.
La película de Laura trata también sobre la amistad, la solidaridad y lealtad de los amigos a quienes entusiasma un pedazo de tierra, obviamente porque eso les permitiría a esos muchachos descansar del azar y el peligro de las calles, y de una vez por todas echar raíces en esa tierra prometida anhelada tanto tiempo por la madre de Rá, y ahora por él y sus amigos. Los chicos no son unas peritas en dulce, tienen sus mañas y hacen algunos daños en su travesía, pero precisamente después de haber sido víctimas de algún tipo de violencia. O sea, adicional a la esperanza, está la dignidad y la resistencia, que por más que echen chispas, pongan barricadas y prendan fuego, en el caso de nuestros personajes no pasa de ser una manifestación simbólica (no indefensa), en contraste con el pragmatismo de paramilitares, criminales que se hacen pasar por trabajadores, y del mismo Estado que ha sido tan eficaz en no cumplir con la restitución de tierras.

En cuanto a la película de Diana, trata también sobre el tránsito a la pubertad de una niña que se sobrepone al trauma de la violencia doméstica, encontrando un refugio en casa de su abuela; allí va a participar de rutinas cotidianas y de belleza, de rezos, recetas, visitas, reuniones y hasta paseos. Camila comparte con sus parientes mujeres incluso las supersticiones, y no tanto porque tengan un fundamento o por convicción, sino por el hecho de estar al lado de ellas, de acompañarlas y ella misma sentirse acompañada. La intimidad en esta película se redefine y se expande, no se reduce a compartir un secreto en un lugar herméticamente cerrado, pues en aquella casa de la abuela las puertas están abiertas a visitantes externos, el viento agita las cortinas de las ventanas y de las puertas en las habitaciones. Estas mujeres no solo comparten una casa, comparten su fragilidad, su desnudez, e incluso la maldición (que hace pasear desnuda por la casa a una de las tías) y que será trastocada en el milagro que Camila le pide a la Virgen.

En estas dos películas podemos percibir una sensibilidad diferente que logra extrañarnos tajantemente por momentos, la intermediación con sus personajes es otra, no nos descubre héroes o heroínas típicas o estereotipadas, sino identidades singulares; cada personaje ha sido dotado de un carácter más o menos frágil y un destino más o menos incierto, y al mismo tiempo ha sido tocado o cuidado por esa voluntad natural (no demiúrgica) que da a cada cual su lugar en esta tierra nutricia: el amor, una tierra prometida, la libertad, etc., muy a pesar de la mundanal violencia. Semejante sublimación no es únicamente el producto de cierto proceso psicoanalítico o experiencia particular sino también de una espiritualidad o mística distinta que puede transformar esos arquetipos convencionales de la Tierra y la Casa, en potentes acontecimientos con unas disposiciones políticas y poéticas claras y radicales.
Finalmente, el tema de los muertos, en las dos películas aparecen directa o indirectamente, y eso justamente confirma que no es sólo un extrañamiento subjetivo, sino que es un fenómeno intersubjetivo en esta especie de intimidad compartida que es la cultura. Recordamos a Juan Rulfo y García Márquez. Incluso en otra película que se estrenó este pródigo octubre: La Jauría de Andrés Ramírez Pulido también aparecen los muertos, y creo que no es porque el realismo mágico esté cobrando nueva fuerza, es que los muertos hacen parte de nuestra cultura, tanto como lo invisible a la realidad. Mimamos la Muerte con el cine para no olvidar a nuestros ancestros y a nuestras víctimas, para constatar que todos somos iguales, y que la justicia y la libertad son posibles en el mundo.