AMPARO, LA OPERA PRIMA DE SIMÓN MESA

Y LAS DISTANCIAS DEL CINE REALISTA

La película empieza con un interrogatorio protocolario y pueril a un muchacho tímido, del cual vamos a saber más adelante que recién cumplió los 18 años y es el hijo de Amparo, una mujer de 35 años que trabaja en una lavandería, madre cabeza de familia. Amparo vive con su hijo y su hija de ocho años en una humilde casa en Medellín en los años 90s, la niña está en la escuela, mientras que el muchacho está buscando trabajo. Después de ser reclutado obligatoriamente por el ejército, sale apto para irse a prestar servicio militar como soldado regular al Caquetá. Amparo como buena madre considerada y amorosa va a hacer hasta lo imposible por no dejar que se lleven a su hijo, porque para ella él no es apto para eso o no aguantaría ese ambiente.

La ópera prima de Simón Mesa vuelve sobre un tema ya recurrente en sus dos cortometrajes anteriores (Leidy y Madre), el de madres jóvenes en situaciones sociales y económicas difíciles, en contraste con unos personajes masculinos más o menos hostiles, cuando no inútiles. Toda la atención y la identificación se dirige a ellas, que son al tiempo víctimas y heroínas; en Amparo, por ejemplo, vemos a una madre joven y atractiva, víctima del machismo de los hombres y el de su propia madre, y además una mujer con carácter que defiende a capa y espada (incluso de su propia familia) a su hija y a su hijo.

De nuevo el director paisa recurre a tiempos muertos, es decir, acciones que parece no fueran para ninguna parte, sino que representan sin más, el tiempo que pasa lenta e irreversiblemente a través de los cuerpos, de un gesto o un movimiento, y/o en torno a un lugar humano (ese antro o ese rincón) en el que de repente nos sentimos encerrados o arrastrados: un puesto de trabajo, una oficina, una cafetería, un bar, una cocina, un bus, un camión, una cama.

No hacen mucha falta las palabras, porque cada uno de esos lugares en Amparo, nos habla en silencio de la vida que se desborda como por el tonel de las danaides. Si bien, hay mucha contención en los diálogos, además de estar engranados funcionalmente y de forma medida al conflicto y desarrollo de la historia, la identificación con Amparo es efectiva y muy emotiva. Esta heroína (el personaje y la actriz) no solo aguanta que la historia la arrastre a través de la acción hacia tal o cual desenlace o destino final, sino que aguanta la cámara del cineasta realista (que es el correlato de la mórbida mirada del espectador) que la sigue todo el tiempo hasta en su intimidad, incluso cuando llora.

¿A quién le gusta que le vean llorando? Por eso Amparo (el personaje y la actriz), cuando llora se tapa el rostro. Hay una maldad o una obscenidad ahí que al cine en general y el realista en particular le cuesta reconocer (y que acaso el espectador advierte), y que los realizadores saben se matiza con el fuera de campo o con guardar las distancias. En tanto, uno se aleja o se acerca, según la cámara o la cosmovisión del realizador deje. Simón Mesa nos acerca honestamente a una madre soltera y humilde que ama, sufre y lucha por sus hijos, nos acerca a la penuria particular de una familia (sin clichés ni estereotipos), y al mismo tiempo a la desavenencia de una sociedad que se debate entre la corrupción moral y la solidaridad, o entre la indiferencia y la humanidad.

Amparo no está sola, por más cruel que sea la sociedad o el cine realista, la fuerza del amor de la madre se sobrepone y triunfa aun a expensas de la propia historia y sus espectadores. El realizador realista suele ser visceral, pero también sabe consolarnos, es violento y compasivo a la vez; suele considerar las distancias, a veces es más o menos frío u objetivo, a veces sensible y dramático. En esta película también pasa, Simón Mesa nos acerca a unos cuerpos frágiles que quieren huir de ciertos lugares hostiles que les impone la sociedad, hacia lugares más amables y libres.

De cualquier forma, Amparo es una bella y consistente película, que viene a hacer parte de una nueva camada de nuevos realizadores (Rubén Mendoza, Oscar Ruíz Navia, Franco Lolli, Gabriel Rojas Vera, Iván Gaona, Laura Mora, Catalina Arroyave y Juan Sebastián Quebrada, por solo nombrar los que recuerdo así a vuelo de pájaro), cuyos nuevos motivos se han centrado en las distintas violencias, desigualdades y conflictos sociales que aquejan al país. Pero ya no desde cierto manido compromiso social de antaño, sino con unas propuestas estética renovadas, más acá de las clases sociales, de los festivales y la misma industria del cine que tienden (respectivamente) cuando no a folklorizar a homogenizar los estilos, so pena del gran público del cine, que sigue prefiriendo las películas de superhéroes y los dramas pseudorrealistas más o menos globales y hollywoodenses.

No me alcanzó el espacio para hablar acerca de la semejanza de esta película de Simón Mesa, con otra película que amé de los Hermanos Dardenne llamada Dos días, una noche. En todo caso, sea que en efecto tenga ciertas similitudes, o sea una ocurrencia muy personal, Amparo augura de alguna forma, cierta fecundidad del cine colombiano, siempre y cuando la política cinematográfica colombiana también se renueve y fortalezca, y el público colombiano vaya a ver sus películas.

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