OSCAR MURILLO EL MIGRANTE Y JESÚS ABAD COLORADO EL TESTIGO,

DOS VIAJES DISTINTOS Y UN MISMO TERRITORIO HERIDO

Que todo viaje (vayamos a donde vayamos) es un viaje sin retorno, no es solo una imagen poética o un recurso retórico o narrativo, sino una condición necesaria de la propia existencia humana. Nos vamos unos, y regresamos otros; devenimos siempre otro a través del viaje; desconocidos y torpes intentamos cruzar este vasto río del tiempo. Miramos a través de una ventana, de un cuadro o un lente, el mundo que nos circunda, el caos que nos arrastra y el hábitat que nos recoge. 

La nostalgia tiene sus dobleces, extrañamos el terruño en el que crecimos, y del cual queda una grieta a través de la cual volvemos a mirar; el otro es la culpa por no mirar atrás sino adelante lo porvenir, la esperanza de un mundo más justo y feliz; esta nostalgia del futuro nos aqueja. No dejamos atrás definitivamente el hábitat que nos acogió, sino que llevamos esa herida abierta para que el mundo vea de donde venimos, y para constatar que, si el dolor tiene algún sentido, es justamente (de)volvernos más humanos a casa.

Condiciones aun por titular llama la última gran instalación del artista Oscar Murillo, expuesta en El Museo de Arte de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá, curada por María Belén Sáez de Ibarra. En tanto, en el Claustro de San Agustín en pleno centro de la ciudad, y con la misma curadora, está expuesta una gran antología fotográfica llamada El testigo: Memorias del conflicto armado colombiano en el lente y la voz de Jesús Abad Colorado. Ambas curadurías nos confrontan radicalmente con la supremacía de la violencia en nuestra cultura, y con nuestra propia humanidad, frágil y quebrantada. 

Uno es un migrante muy consciente de su condición y su identidad (a pesar de las falacias y extravagancias del mundillo del arte); y el otro un testigo fiel de las heridas y el desamparo que ha dejado la guerra en Colombia (a pesar de la inoperancia del Estado y la frivolidad de los medios de comunicación para cubrir el conflicto armado y social de este país) Ambos se las ven con ciertas expresiones de una violencia estructural más o menos globalizada, y cuyo poder oscuro ha arrojado el habitar humano a la marginalidad y la penuria.    

La exposición de Murillo está dividida en tres partes, una exterior donde vemos unas enormes e inútiles sillas de iglesia dispuestas verticalmente, acompañadas de unos pesados y enmohecidos bloques de cemento y hierro, como si el mundo hubiera perdido su eje y la función de esos oscuros bloques fuera la de mantener esa dislocadura. En la segunda sala se va a repetir otras pocas veces la disposición de esos dos elementos, pero esta vez vemos sillas estropeadas y desbaratadas, con un montón de oscuros terrones en los rincones, un televisor que muestra la violencia ejercida sobre unos cuerpos ausentes, y unos mapas maltrechos (como si hubieran sobrevivido a una guerra) colgados de una pared. Esa primera parte lo remite a uno a la iglesia de Bojayá fotografiada por Jesús Abad, que, aunque no haya sido una referencia a ese caso concreto, sí se trata de la misma violencia «abstracta» y oscura que se ha ensañado en Colombia. 

Fotografía del autor

Pero hay otra cosa que llama poderosamente la atención, y es, ese montón de telas negras colgadas unas veces como separando u ocultando un espacio de otro, otras, como si fueran cuerpos colgados de un gancho como en un frigorífico. La presencia de esas telas es un tanto apabullante no solo porque son telas muy pesadas y grandes, semejantes a las que usan en campañas militares (seguramente para protegerse del frío o del polvo), sino porque expiden un olor espeso y fuerte que nos acompaña en el recorrido. Cada una de las telas del montón que hay en esta segunda parte, está cosida semejante a una colcha de retazos, pero en este caso de retazos negros, homogéneos, lo que sugiere un enorme trabajo anterior de muchas personas, sostenido, planificado y dirigido. Incluso en algunas partes de la sala, hay varias de esas telas negras cuidadosamente dobladas, aunque en una pequeña área hay un montoncito desordenado de almohadas blancas y de varios colores, entre las consabidas telas negras y una silla de iglesia.  

Esas telas negras que invaden toda esta sala probablemente guarden relación con los pesados y enmohecidos bloques, y quizá también con los trazos oscuros (negros, azules o verdes) y bruscos sobre los lienzos en la otra sala, retazos-lienzos sobre los cuales dibujaron o pintaron niños de diferentes partes del mundo en los que ha estado Murillo, y que posteriormente cosió para hacer una colcha más grande. Así pues, esa materia oscura (antes en las telas y los bloques) aquí en los trazos gruesos sobre las inscripciones y marcas de los niños, también invade con su violencia la obra, obligando a que la autoridad o fuerza creadora del propio artista determine dónde y cómo sobreponer esos trazos en esas colchas de retazos-lienzos.

Como vimos, la urdimbre (igual que en los bloques y las telas) o el soporte, está consistentemente preparado para que el artista trame (rasgue, tache) o de-construya su propia obra, lo cual se puede ver en el mismísimo piso raído sobre el que caminamos en esa segunda sala, adentrándonos en esos antros oscuros de la guerra, sofocantes y tristísimos, en el que lo humano parece no tuviera lugar, pero que el arte alcanza a sugerir o advertir en alguno de sus rincones o de sus gestos. Los artistas saben que los horrores de la violencia y la muerte son irrepresentables, y que si acaso pueden mostrar las cicatrices y los estragos que dejan. Por su lado, las fotografías de Jesús Abad no solo remiten a la violencia, sino que la muestran con todo y sus indicios y consecuencias. 

La fotografía de la Iglesia Bellavista en Bojayá Chocó, en la que vemos las sillas de la iglesia maltrechas, junto a un montón de escombros y andrajos brutales, y una efigie de Jesucristo desmembrado y con el torso un poco erguido como si se resistiera a caer definitivamente, es una fotografía tajante para la sensibilidad de cualquier mortal (incluso si no está permeado por la cultura judeocristiana) Si no fuera por esa efigie, el dolor por la ruina y la muerte provocada por la violencia sería insoportable. Abad-Colorado no muestra obviamente un cuerpo real desmembrado (aunque la efigie represente lo que allí pudo haber pasado), porque seguramente, igual que muchos cineastas realistas, por ejemplo, sabe que semejante representación, o es imposible o es inmoral. 

Esos lugares y esos cuerpos no son propiedad del fotógrafo, ni organizados, ni compuestos, como sí lo son los elementos usados por Murillo en su instalación. Ya dijimos que hay una especie de violencia que se ejerció ahí sobre la propia obra, así como hay una violencia en el cine más o menos realista cuando la cámara no se despega del rostro o el cuerpo de sus actores, salvo eso sí, cuando están al borde del horror o la muerte, en cuyo caso, semejante situación hace que la representación se haga de soslayo o sugerida, y no explícita. Mejor dicho, la fotografía de Jesús Abad no sobrepasa esa delgada línea que separa lo obsceno (del cine o el arte plástico en tantas ocasiones) y lo banal (de los medios de comunicación) cuando pretenden representar lo real. 

Hay una posición ahí en las fotografías de Jesús Abad con la distancia justa, que sabe no pasarse tan fácilmente como suele hacerlo el cine (sobre todo hollywoodense) del lado de los victimarios o los héroes, o como lo suele hacer el arte plástico, al margen de una violencia abstracta sin título o sin rostro, en cambio el fotógrafo se ubica al lado de la humanidad y el dolor de las victimas, con todo y las verdades indefectibles de los victimarios que debe ser una condición necesaria para su reparación. Así pues, la responsabilidad del fotógrafo-reportero en este caso es tal, que tiene la valentía de señalar claramente a los propios responsables de las distintas violencias que han agobiado a nuestro país. “La tragedia en Bojayá fue ocasionada por todos. Fue una acción de las FARC contra los paramilitares que debió evitar el Estado colombiano y no lo hizo (…)” 

17 años después, otra vez en el Chocó, el 12 de abril de 2019 fue asesinado Aquileo Mecheche, líder de la comunidad Embera dóbida. “Su esposa Rubilda Rubiano pintó todo su cuerpo con fruto de jagua para honrar su memoria y guardar el luto que necesitan sus espíritus”. Volvemos a ver víctimas con rostros y nombres reales expuestas valerosamente al lente de Jesús Abad, en una época que se entusiasmó con la paz y sus posibilidades. Y de nuevo, el Estado no fue capaz o no quiso actuar, y los asesinos de Aquileo, de las autodefensas o paramilitares (con nombres, pero la mayor de las veces sin rostros y sin rastros) siguen hoy inmunes asesinando a líderes sociales por todo Colombia. 

La decisión aberrante y estrafalaria de haberse negado a elegir y luchar por la paz de esta nación, coartada por un puñado de ignorantes o privilegiados de los impactos del conflicto armado, hizo que ese rostro de repente iluminado por la esperanza se oscureciera por las sombras de la violencia, ultrajándolo y reduciéndolo de nuevo a la condición de víctima incesante. El luto de Rubilda no debería ser solo suyo, sino que debería ser el de todo un país. Ese pigmento negro tras del que ocultó su rostro para honrar la memoria de su esposo fue también lo que hizo soportable el dolor de esa pérdida, por cierto, no solo de ella sino de sus coterráneos. 

Ese velo oscuro funciona como una protección frente a la indignidad del afuera y a la vez como un resguardo de su propia individualidad. Pero además es una suerte de umbral que conecta el rostro de su esposo muerto y sus ancestros, con el rostro de los otros, de su familia, de su comunidad y todo este territorio herido. No puede ser que al final del viaje encontremos una fosa común, o un montón de escombros, andrajos y osamentas, como hemos visto en las obras de estos dos trabajadores, encargados de la historia colombiana y el (sin)sentido de la violencia en general. El mundo no es un montón de trapos. 

No puede ser que tengamos que abandonar perpetuamente nuestro territorio o nuestro cuerpo (como migrantes, o desplazados, o muertos), o ser testigos de nuestra propia destrucción y penuria; para eso tenemos el arte, para cambiar la cultura, para evitarnos tanto dolor y prevenir tanta violencia. Pero ya sabemos que el arte no basta. 

“No me dijeron ‘lo vamos a enterrar’, sino ‘lo vamos a sembrar’, lo regresan al lugar donde está su ombligo, con una planta de borojó” Escribió Jesús Abad al pie de la foto de Rubilda sosteniendo la foto de su esposo Aquileo Mecheche. 

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