Sobre el estrepito de la gente en las calles y las estatuas caídas

A propósito del Paro Nacional en Colombia y la revolución molecular

¿Se comportarán ustedes como especialistas o como aliados de todo
lo que en el campo social tiende a cambiar este poder?

Felix Guattari.

Uno de los efectos más nocivos de las cuarentenas (con ley seca y toques de queda incluidas) decretadas durante la pandemia por Covid-19, desde inicios del año pasado (2020), fue la contracción del espacio público en la vida cotidiana, con su correlativa reducción en el lenguaje. No solo se redujeron los lugares a donde ir, los recorridos, las paradas, las escapadas o líneas de fuga, sino también las palabras que usábamos para dirigirnos a las personas; entraron en una especie de suspensión, en tanto que no podían usarse y servir como solían hacerlo off line. Así pues, las impuestas limitaciones en la movilidad y la asepsia en el cuerpo trastocaron análogamente, o al menos, afectaron de alguna manera nuestra mentalidad, y por supuesto (además del cuerpo), la propia lengua (la cual se haría en adelante, presuntamente, más ortográfica, ortopédica y ortodoxa) con la que nos contamos, y definimos el mundo.

Es probable que el largo confinamiento haya intensificado la neurosis en los confinados, al menos en Colombia, e incluso entre las personas más sedentarias, pues la imposición del “quédate en casa” (en la privada comodidad o marginalidad del hogar) operó evidentemente como un inhibidor del deseo de salir o el deseo sin más de no obedecer. El afuera: las calles, estaciones, parques, plazas, y hasta restaurantes, y cuanto más un bar o una discoteca, se volvieron lugares cuasi peligrosos y hasta tabúes. Las privaciones sobre la movilidad en las ciudades, necesariamente produjeron un agregado de neurosis en la vida privada, transfiriendo ese deseo inhibido de habitar los lugares públicos, a los espacios publicitarios virtuales (compras y juegos on line, fake news, redes sociales, apps, streaming, etc.) La represión impuesta por los protocolos de bioseguridad, además de debilitar nuestro sistema inmune, psicológicamente nos habría debilitado de tal manera, que a la enajenación y frustración le siguió la paranoia. La temeraria y sobreabundante información del virus en la televisión y la creciente polarización en las redes sociales serían acaso síntomas de aquello.

Los medios de comunicación y (lo que quedaba de) el Estado se aliaron para intimidarnos y “cuidarnos” del virus y de nosotros mismos, en nuestra propia casa (templo sagrado de la privacidad) y en nuestro propio cuerpo (templo profano de la intimidad), a través del celular (esa prótesis), como si quisieran recuperar una imagen otrora fuerte y segura, ahora desgastada y obsoleta, obnubilada por la Red (y su hipercultura, que redujo el problema de la comunicación al mero canal), donde lo que importa en realidad es el ancho de banda, la velocidad de las transferencias y las transacciones, antes que el contenido o el mensaje. Palabras e imágenes son reducidas a meros datos, a disposición de las corporaciones y/o campañas comerciales o clientelistas, antes que para la administración pública o el servicio social. Semejante utopía cibernética se va a ir convirtiendo en una especie de distopía del algoritmo, en el que no solo se reduce la comunicación y el lenguaje ordinario, y se van debilitando y sustituyendo las imágenes cada vez con mayor rapidez, sino que ese mundo material, simbólico y público que aun permanece en las ciudades se vuelve cada día más insignificante y arcaico.  

Hay una especie de pulsión iconoclasta desde el interior del propio sistema (siempre operativo) de signos de la época, que, aunque no se manifieste, permanece latente y al acecho. Se debilita o destruye una imagen, y luego se le sustituye (a menudo violentamente, aunque a veces veladamente) por otra; ya ha pasado antes, solo que ahora ese acontecimiento inaugural y violento, es más creíble que pase como un espectáculo aumentado o un relato de ficción a través de las pantallas, que en una plaza pública o en las propias calles. Reescribir la historia ha supuesto siempre ciertos escándalos y desmanes, aunque la mayoría de veces haya sido la “civilización” la que se ha impuesto sobre la “barbarie” (esos desadaptados, salvajes anónimos). Con todo, en un cambio de época no solo se cambian los regímenes de signos (militares, comerciales, etc.), por voluntad de los más o menos “civilizados”, sino que en ese proceso también hay múltiples subjetividades y agenciamientos que desterritorializan tal o cual campo, motivo, imagen, o territorio, a fin de reterritorializarlo. Para semejante proeza se requiere de muchos recursos materiales, sociales, psicológicos, económicos, políticos, etc., de los cuales los artísticos suelen ser los más representativos. “La propiedad es en primer lugar artística, puesto que el arte es en primer lugar, cartel, pancarta” (Deleuze y Guattari. Mil mesetas)  

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Una pancarta (igual que un tambor o una vuvuzela) desterritorializa una calle, una plaza, resignifica el espacio, lo marca, lo reescribe, y por tanto otorga un lugar nuevo; mientras que una bandera reterritorializa la memoria más o menos heroica del origen, un símbolo patrio (de la república o la nación), una frontera, una lengua, una identidad. Un cartel al lado de una bandera moviéndose en una calle o levantada en una plaza, arremete contra los limites definidos por el urbanismo o por la polis (republicana o nacional), practica el espacio de otro modo, refunda y coproduce el lugar y el poder del pueblo, de la diferencia. Hay también pancartas o vallas publicitarias, que son las que a menudo vemos en la televisión o en las redes sociales, en avenidas y carreteras, pero éstas están al servicio de intereses privados o propagandísticos, y no tanto al servicio de los habitantes y transeúntes de su territorio.  

Otra cosa es el arte urbano, que suele ser ejecutado por actores anónimos, por individuos o grupos aislados que saben que las calles o los puentes no sirven únicamente para circular o cruzar, y que las paredes no sirven exclusivamente para separar lo privado de lo público y lo urbano. L-s artistas urban-s ejercen su derecho a la ciudad y asumen la responsabilidad de apropiársela, de co-habitarla y retratarla, de pintarla, cantarla y contarla, con materiales ordinarios que tienen a la mano, e incluso con materiales de segunda mano. Su propósito consiste en encontrarle otros usos, funciones y aplicaciones al espacio público; no les trasnocha llegar a tal o cual galería o museo, institución o circuito del arte, sino a la gente, para probar que las calles no son solo plataformas publicitarias o propagandísticas, sino lugares alternativos de encuentro, de expresión y comunicación.

Una cosa es la urbis, otra la polis, y otra la ciudad. Miremos lo que dice Manuel Delgado en su ensayo El Animal público:  

(…) “Lo urbano consiste en una labor, un trabajo de lo social sobre sí: la sociedad ‘manos a la obra’, produciéndose, haciéndose y luego deshaciéndose una y otra vez, empleando para ello materiales siempre perecederos. Lo urbano está constituido por todo lo que se opone a cualquier cristalización estructural puesto que es fluctuante, aleatorio, fortuito…”

La urbis es pues, propiamente el movimiento de lo social, que, si bien se adapta a tal o cuál trazado de la ciudad, se mueve en una especie de coreografía improvisada e imprevista (a partir de atajos o saltos) de tal manera que puede transformar esas dinámicas convencionales de los ciudadanos y sus ciudades. Lo convencional es precisamente la polis, los limites administrativos, la infraestructura pública y equipamiento urbano, que deviene, desde luego, de ciertos presupuestos políticos y económicos para ordenar el territorio. Si la urbis es lo “fluctuante, aleatorio y fortuito”, la polis es lo estable, lo físico, lo planificado. La ciudad, por el contrario, es la imagen más o menos subjetiva que tenemos de ella, pertenece más bien al imaginario, el cual se va creando de acuerdo a los recorridos y experiencias que tenemos en ella, con fragmentos tanto de la urbis como de la polis.

La civitas es justamente la ciudadanía, ese derecho que adquirimos por haber nacido en tal o cual país. Obviamente la condición de civitas no se agota en la mera nacionalidad o I.D.-entidad, sino en los derechos que esa nación proporciona: seguridad, salud, educación, empleo, etc. Cuando esos derechos no son cubiertos, podríamos decir que las personas que carecen de ellos no gozan totalmente de esa condición de ciudadanos, sino que se acercan más bien a ser “residuos humanos” (del desarrollo económico, tecnológico, etc.), como dijera tan críticamente Sygmunt Bauman. No pertenecen del todo a la polis porque están por fuera de sus límites administrativos, y de los derechos que provee a los ciudadanos. Al estar parcial o provisionalmente por fuera de esas normas y esos códigos, no es que pasen a ser nadie, pues como sea pertenecen a la urbis, y comparten muchos otros códigos e imaginarios de la multitud. Podrán no tener carro ni casa, pero pertenecen a una lengua, una familia y un pueblo. 

Cuando estamos por fuera de los limites urbanos o administrativos somos forasteros o marginales; y cuando de pronto nos saltamos o remarcamos un linde, una cerca, una reja o un muro, entonces pasamos a ser delincuentes o vándalos. Existen de muchos tipos: políticos corruptos, banqueros usureros, ejecutivos desfalcadores, ladrones de poca monta, atracadores, narcotraficantes, sicarios, paramilitares, guerrilleros. Hay otro tipo de delincuentes y vándalos que no son tan dañinos, pero que parece como si la sociedad los condenara con mayor rigor, por tratarse de “atentados” contra imágenes y símbolos, por ejemplo, grafiteros, iconoclastas, quiebravidrios, tumbamonumentos. Volveremos sobre esto al final.

Si quiera que hay también sociedad civil, de la cual hacen parte tanto las culturas o tribus urbanas, como las culturales populares, campesinas, afros, indígenas; organizaciones de base, agrupaciones, colectivos, que buscan abrir un canal de comunicación con el Estado, pero, sobre todo, un lugar de encuentro con las comunidades, a fin de rellenar un poco esos vacíos que la gestión gubernamental no puede o no quiere llenar. Cabildos indígenas, áreas de reservas campesinas o ambientales, reclamantes de tierras, victimas del conflicto, casas culturales, colectivos artísticos. Todo ello da cuenta de lo diversa y trabajadora que es la sociedad, otra cosa es que los trabajos social, artístico y cultural en la actualidad sean tan poco valorados, que a los gestores y artistas no nos queda sino autoexplotarnos, en una labor ya de por sí precarizada por las políticas públicas y el mercado. Por todo ello, es que el asesinato de lideres sociales en Colombia y la poca justicia en torno a tantos casos comprueba que el canal está roto y que hay una profunda desconexión entre este Estado y sus organizaciones de base.  

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Ahora miremos el caso concreto de la gente en la calle en el paro de Colombia, que inicio el 28 de abril, y hasta la fecha en la que escribimos esto (15 de mayo) no acaba. La convocatoria fue hecha por el Comité de Paro que está conformado por varias organizaciones de la sociedad civil, sindicales, campesinas, estudiantiles, docentes, y camioneros. Las razones por la cuales la gente se agolpó en las calles son muchas, empezando con la ley de financiamiento (2019) que benefició a grandes gremios económicos con exenciones, a cambio supuestamente de empleo. Pero la gota que rebasó el vaso sin duda fue la presentación al congreso de una nueva reforma tributaria (justo al borde del tercer pico de la pandemia del Covid-19 y con una situación crítica de desempleo y quiebra de pequeñas y medianas empresas), que pretendía gravar alimentos básicos como la leche y los huevos, exigir declaración de renta a más personas de clase media, subir el precio del combustible, ponerles impuestos a los servicios funerarios, y hasta darles vía libre a alcaldías para implementar peajes en las ciudades, entre otros. Por lo demás, si bien el proyecto de reforma tributaria lo retiraron, el paro siguió con peticiones como renta básica para favorecer a los más pobres, reforma policial que garantice el derecho a la protesta y el no uso de armas letales, no aprobar las reformas de salud y pensional que estaban en trámite, e implementar el proceso de paz, entre otras.   

El estallido social inició entonces ese miércoles 28 de abril con multitudinarias marchas pacíficas, las cuales fueron manchadas por los consabidos desmanes provocados por el Esmad (Escuadrón Móvil Antidisturbios), infiltrados de la policía (y supuestamente de organizaciones al margen de la ley como el ELN y las FARC según el ala más derechista y radical del país) y grupos de vándalos aislados. La policía, según varias fuentes asesinó alrededor de 50 manifestantes, y casi 400 victimas más de violencia física, más de 1000 casos de detenciones arbitrarias, 30 victimas de agresiones oculares, 16 victimas de violencia sexual, 3 de abusos basado en género, según informe de Temblores ONG e Idepaz a la CIDH, con datos recogidos desde el 28 de abril hasta el 12 de mayo. Aquí el informe completo: http://www.indepaz.org.co/informe-de-temblores-ong-e-indepaz-a-la-cidh/    

Con el pasar de los días de paro y la persistencia de la gente en la calle, se debilitó la tesis de que el paro había sido orquestado por grupos de vándalos o crimen organizado, y agitado por políticos de la oposición, y se empezó a aceptar que las jornadas de protesta eran legítimas y justas, de lo contrario el ministro de hacienda no habría renunciado, el mismo que había manifestado días antes, que una docena de huevos costaba $1.800 (ni siquiera la tercera parte de su valor), lo que detonó la indignación de la gente, y que demostraría el desconocimiento de los tecnócratas del gobierno de la realidad social, en un país que pertenece a la OCDE, y encabeza la lista de los mas desiguales del mundo. Un trino del ex presidiario, gran líder natural del partido de gobierno, generó suspicacias, y hay quienes creen que habría detonado la respuesta policial y militar del gobierno con el paro. Antes de volver a los asuntos que nos ocupaba acerca de lo efectos del confinamiento y la marginalidad, y el de la sociedad civil y las culturas urbanas, miremos pues el trino: “5. Resistir Revolución Molecular Disipada: impide normalidad, escala y copa”

Si bien el mensaje está escrito como una receta, con una lista de cosas por hacer, es incoherente, porque justo en el punto anterior propone “acelerar lo social”, mientras que en el segundo (se salta el tres, vaya) escribe: “reconocer el terrorismo más grande de lo imaginado”; y en el primero “fortalecer las fuerzas armadas”; o sea, fortalecer aun más, porque ya habían comprado un par de meses antes 24 aviones militares. Con razón el país se estaba quedando sin caja menor, entonces ¿como se supone que iba a “acelerar” lo social si lo primero que pedía era fortalecer las fuerzas armadas? Es contradictorio. A no ser que con “acelerar” haya querido decir provocar o agitar lo social, así tendría algún sentido lo “disipada” (pue en el texto Guattari no la nombra) de esa “revolución molecular” a la que hace referencia el expresidiario. En CNN dijeron que eso de la “revolución molecular disipada” pertenecía más bien a teorías conspirativas, y en Colombia se conoció a quien habría adaptado el tan encriptado y posmoderno concepto, un viejo neonazi chileno que no fue capaz de reconocer en una entrevista que Pinochet había sido un dictador. El concepto fue acuñado en realidad por Felix Guattari, un psicoanalista, filosofo y activista francés, en un texto llamado Revolución molecular y lucha de clases. 

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Al menos dos cosas podemos señalar de la conferencia de Guattari, a fin de integrarlo al cuerpo de este ensayo. Lo primero, aquello que referenciábamos al principio respecto al confinamiento en la comodidad o marginalidad de nuestras casas por la pandemia del Covid-19

Creo que es importante señalar que el concepto de marginalidad no se define siempre en los mismos términos. Si hacemos un poco de historia, encontramos una cierta continuidad entre los mendigos, los vagabundos y los tipos de población que han sido objeto de las grandes empresas de confinamiento (renfermement), de los grandes encierros descritos por Foucault (p.57) 

Guattari, se refiere luego a la marginalidad en relación al trabajo, lo cual coincide con el fenómeno actual de precarización del trabajo, sobre todo en torno a los trabajos culturales, artísticos y sociales que comentamos más arriba, sin mencionar el relacionado con la educación pública universitaria que permanece en déficit desde hace casi 30 años. Quien haya trabajado en Colombia en el sector cultural sabe que las convocatorias de Concertación, de Estímulos, e incluso las del FDC, no han sido suficientes para insertar la producción cultural en una industria más o menos sostenible. Un ejemplo de dicha problemática se puede ver aquí en este mismo sitio: https://calleesosojos.com/2021/02/08/mas-aca-de-las-industrias-culturales-o-como-retornar-al-territorio/. Lo que sí ha sido sostenible es la autoexplotación del trabajo de l-s gestor-s culturales y artistas, que por amor al arte terminan por precarizarse. Por otro lado, la educación y el trabajo virtual desde casa modificó necesariamente las dinámicas domésticas, sobrecargando el habitar con funciones adicionales, que se efectuaban antes en habitaciones adecuadas para ello. O sea que la casa pasó de ser una supuesta máquina de habitar (recordando al funcionalista Le Corbusier) a una máquina más compleja, súperproductiva (pero también súperagotadora), que necesariamente devendría en cierta precarización del habitar, tanto en la vida pública como privada.

Cuando decíamos al principio de este ensayo que había una contracción de lo público, nos referíamos al espacio público y la vida pública de los individuos, no al orden público, ese ejercicio ejecutivo y represivo del Estado, pues antes bien, la pandemia permitió que el Estado (que había mantenido un papel mas bien pasivo y difuso en estas seudo democracias neoliberales) se fortaleciera, o al menos recuperara un tanto su lugar. Guattari lo advirtió en ese famoso texto: “Este nuevo modo de producción, que llamaremos el capitalismo mundial integrado, se desliga cada vez más del poder centralizado del estado”. Como psicoanalista habla de ciertos problemas micropolíticos, a nivel del individuo y de la familia, y que se darían antes que, al interior del Estado, al interior del sistema capitalista, cuyo poder habría sido tal, sobre todo en países desarrollados, que habría provocado “una verdadera sumisión colectiva al orden establecido. Esto significa que el capitalismo mundial integrado llegará a producir una suerte de fascismo mundial (como el que Orwell describe en una novela célebre:1984)” El gran aporte de Guattari en este texto es su exhortación a comprender no solo lo que pasa a nivel individual, sino también lo colectivo, lo social; o sea, que cuando hablamos del inconsciente también hablamos de política. “El inconsciente no es un pequeño teatro en el que se representan graciosas escenas entre papá, mamá e hijo” (p. 66)

La segunda cosa que llama la atención del texto de Guattari es el concepto de revolución molecular (que el viejo neonazi chileno tergiversó y el expresidiario colombiano repitió), que obviamente sacaron de contexto, con el único propósito de deslegitimar y criminalizar la protesta social; la respuesta represiva del gobierno frente al paro confirma que en efecto tuvo su resonancia. La revolución molecular se refiere no tanto a las luchas obreras, sindicales y partidistas, cuanto a otro tipo de luchas…

«Estas luchas comprenden, entre otras muchas, las luchas de emancipación femenina, las de los desempleados; las de los jóvenes que rechazan el trabajo como lo conocen, por ejemplo, la de los jóvenes trabajadores italianos por un nuevo modo de vida; las luchas antinucleares y contra la contaminación ambiental; contra un cierto modelo centralista económico y cultural; las que surgen de regiones completamente anegadas ecológicamente, y las luchas de las «minorías» sexuales que culminan en la ilegalidad».

Podríamos agregarle a esa lista las luchas de las victimas del conflicto en Colombia, los reclamantes de tierra, las luchas campesinas, afros, indígenas, ambientalistas, feministas, lgbtiq, e incluso las luchas (contra los estereotipos o la estigmatización) de las tribus urbanas (punks, metaleros, hiphoperos, barristas, etc.) y los colectivos artísticos y culturales, que si resisten a la precarización es justamente porque conciben su quehacer como una labor social con la que participan de esas nuevas luchas. Lideres sociales por doquier es lo que hay, y ahora se han multiplicado exponencialmente, gracias al paro. Lo molecular para Guattari es pues una nueva forma de agruparse, no desde una jerarquización, sino desde la diversidad y la espontaneidad. Todos esos grupos aislados si bien no responden a programas determinados, muchos otros sí luchan por reivindicaciones, y aunque a simple vista estén tan lejos unos de otros, se agrupan en situaciones extremas como las que vivimos en Colombia en la actualidad, en la que multitudes salimos a ejercer nuestro derecho a la protesta, y a pedir respeto y dignidad (nunca se nos va a olvidar la docena de huevos de $1.800)

Otros ejemplos en la actualidad que ilustran muy bien como operaría esa revolución molecular, podríamos citar en primer lugar al grupo Anonymous que ha desclasificado y publicado información privada y polémica de gobiernos y políticos corruptos; el otro sería la plataforma Reddit (al parecer integrada por gamers) que a principio de este año han emprendido el rescate de GameStrop y ha atacado directamente a los tiburones de Wall Street; y finalmente, la tribu de K-popers, que justo en los días más confusos y violentos, cambió en redes sociales una tendencia que apoyaba al partido de gobierno y su principal promotor de la intervención represiva de la protesta social en Colombia. Cada uno de estos grupos se resiste principalmente a ser individualidades pasivas y marginadas en la privacidad de sus casas (o sus supermercados y centros comerciales), y buscan formas de juntarse con otros para hacer algo, y no sumirse sin mas al orden establecido. En cada caso, se han saltado ciertos linderos políticos, económicos, o tecnológicos, y han arremetido contra unos códigos y unas imágenes bien definidas por el capitalismo semiótico, a fin deconstruirlas.

Movimientos como Black Lives Matter o MeToo, si bien han luchado por reivindicaciones, también han dado una lucha por interpelar signos e íconos protegidos por el establecimiento, como el policía y el gerente (o el productor de cine de Hollywood) O sea, han sido, en sentido figurado y/o simbólico (óigase bien: NO en sentido práctico o jurídico): delincuentes y vándalos, pues han desbordado los límites del lenguaje oficial y han atentado contra imágenes que hace algunos años eran intocables. En Colombia colectivos de arte grafico como Puro Veneno o CizaÑero, e incluso caricaturistas como Matador, han arremetido contra el gran promotor de la represión policial y militar contra la protesta social en Colombia desde el 2000, y patrocinador del neoliberalismo más violento y retardario en esta región del Sur. Toda esa gente arrojada a la calle en el paro colombiano, justamente es el estrepito que produce un cambio (de la imagen del mundo) de una época en la que esa imagen patriarcal y fantasmagórica se ha vuelto obsoleta e innecesaria, con todo y sus medios de comunicación, troles, “gente de bien”, narcos y paramilitares, que se niegan a dejarla pasar, porque eso implicaría ver amenazados sus privilegios.

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Hasta ahora habíamos mencionado la iconoclastia apenas como una especie de pulsión inherente al cambio de una época o en el terreno de lo inconsciente y/o lo simbólico. Pero lo cierto, es que ha sido una práctica constante en la historia de la cultura, ya como una arremetida civilizatoria o colonialista, ya como resultado de disputas religiosas o políticas. Uno de los casos más conocidos de iconoclastia aconteció por allá en S. VIII en Bizancio, en el que había incluso un movimiento que se ocupaba de sacar y eliminar todas las imágenes de los templos cristianos; algo semejante pasó en los siglos XVI y XVII con el movimiento de la Reforma protestante, los calvinistas destruyeron pinturas, pintaron las paredes y quebraron vitrales en Francia y norte de Europa. No hay que olvidar aquel método radical de la colonización española conocido como “tabula rasa”, arrasando a su paso con templos, imágenes y símbolos, a fin de reemplazarlos con los suyos. Cierto que el mestizaje y el sincretismo enriquecen la cultura, so pena de la violencia con la que se mezclan las culturas, pero no por ello tenemos que olvidar (o peor aún agradecer o sentirnos orgullosos de) esa iconoclastia y vandalismo colonial.  

Otro ejemplo famoso, ya desde lo político, fue el derribo de una estatua de Napoleón a finales del siglo XIX durante la revolucionaria Comuna de París. A finales del Siglo XX e inicios de este, también se podrían mencionar la caída del muro de Berlín y el posterior derribo de las estatuas de Lenin y Stalin, y las torres gemelas, con los conocidos efectos colaterales sobre Medio Oriente, empezando con el show mediático del derribo de la estatua de Saddam Hussein. Esos dos acontecimientos, no sobra decirlo, cambiaron el panorama geopolítico global, y por tanto la imagen del mundo (sistema-mundo le han llamado también), que en adelante fue erigido a partir del miedo al terrorismo, una nueva promesa de libertad (en el mercado), y el desarrollo sostenible (que no es más que la sostenibilidad del desarrollo tal como lo conocíamos, la riqueza del norte global en detrimento del bienestar del sur global)

Otras estatuas han sido derrumbadas y vandalizadas en los últimos años, por ejemplo, de los colonizadores y esclavistas Cristóbal Colón en varias ciudades de Estados Unidos, Theodore Roosevelt y hasta de Winston Churchill en Inglaterra. (Aquí un interesante artículo sobre iconoclastia del historiador Enzo Traverso: https://nuso.org/articulo/estatuas-historia-memoria/) En la autoproclamada “ciudad blanca” de Colombia llamada Popayán, la cual cuenta con un gran centro histórico colonial, tanto que ha sido declarada patrimonio no solo de la nación sino de la “humanidad” (de la Unesco), derribaron el año pasado la estatua del fratricida y genocida Sebastián de Belalcázar, fundador de las ciudades de Quito, Popayán y Cali. Quienes la derribaron, el Pueblo Misak, sí qué sabían quien había sido, puesto que padecieron y siguen padeciendo, en carne propia la arremetida no solo iconoclasta sino simbólica y material de la “civilización”.

La violencia con la que una cultura se impone sobre otra es un hecho, es evidente, quedan vestigios de ella y hasta saltan a la vista en lo museos; no son intercambios amistosos por espejos y televisores (o automóviles, computadores, celulares, etc.). ¿Cómo se explica uno que haya individuos que condenen el vandalismo del pueblo Misak y no el vandalismo de los colonizadores? ¿Porque uno es un acto vandálico pasado y el otro reciente? O sea, que, a la larga, ¿lo que no quieren es que cambie la historia ni la ciudad, porque lo que se perdió se perdió (pensarán en el fondo), y porque las cosas están bien, así como están? Acaso, ¿porque a los fundadores, próceres y patriarcas hay que perdonarles todo y debemos tenerles gratitud por sacarnos del salvajismo o la penuria? Semejantes ideas, a pesar de que tengan vigencia en ciertas elites tradicionales y legendarias que siguen siendo fieles a su estirpe (ajáa), en realidad son ideas un tanto retrogradas. Están asociadas a dos ideas del siglo XVIII y XIX, respectivamente (y lo peor de la historia, es que siguen vigentes), a saber, las teorías del genio romántico y el gran hombre, aplicables tanto a los campos del arte, como a los de la política, la ciencia y la tecnología (y en la actualidad, al emprendimiento) O sea que no tenemos solo ideas de la colonia, sino ideas de avanzada del siglo XVIII, XIX y XX.

Supongamos que pertenecemos a esos siglos y creemos esas teorías elitistas, hegemónicas e individualistas (en las que creían Hegel, Thomas Carlyle, Gombrich, y hasta Nietzche, entre muchos otros), y decimos: ¿Qué sería de nosotros, pobre humanidad doliente, sin los aportes de esos grandes hombres Steve Jobs, Bill Gates e incluso Elon Musk? Pues seríamos otros en otra sociedad, seguramente no tan competentes, competitivas y violentas como las sociedades en las que se levantaron esos genios y grandes hombres. No es tanto por sus representaciones que una imagen del mundo determinada (la cultura o el capitalismo occidental, por ejemplo) se impone sobre otras, cuanto por los dispositivos que las ponen en movimiento, esto es: sus ideas, sus máquinas, sus medios de producción. Para ilustrar un tanto esta situación, volvamos al acto de reivindicación del pueblo Misak, que a la fecha ha derrumbado dos estatuas más, otra de Belalcázar en Cali, y una de Gonzalo Jiménez de Quesada en Bogotá. Por esos días, personas de civil salieron de sus camionetas con armas, dispararon e hirieron a nueve ciudadanos de la Minga Indígena, y el Ejército no permitió la entrada de varias Chivas (buses escalera) llenas de gentes de este pueblo ancestral a la ciudad de Cali. Un medio de comunicación al otro día tituló disque “ciudadanos se enfrentan con indígenas”, y un político conservador escribió en Twitter que “los indígenas deberían permanecer en su hábitat natural”. No son meros impases o lapsus de su lenguaje (colonizado, racista y elitista), es que no les cabe en la cabeza conceptos como diferencia (o la différance de Jacques Derrida por si de pronto, pues si ya andan citando a Felix Guattari), u otredad, etc. Bastaría con que dimensionaran lo que implica decir que un Estado es pluriétnico o plurinacional.

Gustavo Álvarez Gardeazábal, el famoso escritor vallecaucano, conocido por textos como Cóndores no entierra todos los días, dijo:

“Pero fueron los hidalgos popayanejos, con la vertical oposición del maestro Guillermo Valencia, quienes pisotearon con saña el ancestro de los antiguos habitantes de Pubén y levantaron la estatua del conquistador encima del sitio donde estuvo la semipirámide de Tulcán, epicentro religioso de aquellos indios”.  https://rutanoticias.co/index.php/2020/09/24/sebastian-de-belalcazar-el-fratricida-narra-gardeazabal/

Muchas otras discusiones pueden detonar el acto performático del Pueblo Misak, pero me referiré ya para terminar a una, no sin antes decir que dicho acto es una invitación oportuna para pensar la historia y las luchas de la memoria, las relaciones coloniales y colonialistas que permanecen vigentes, y las implicaciones de pertenecer a un Estado pluriétnico. El tema al que quiero referirme es a ese tipo particular de monumentos contra los cuales han arremetido estos nuevos indignados iconoclastas. Dichos actos no corresponden a una táctica premeditada de tal o cual militancia como en el derribo del Napoleón en la comuna de París, o en el caso de los templos y los monumentos tumbados por el Estado Islámico en Próximo Oriente; o como un golpe estratégico y simbólico a un enemigo, como en el caso de los derribos de los monumentos de Lenin y Stalin, o en el caso de la estatua de Hussein. Es distinto, pues no acontece dentro un conflicto civil o bélico; no es ejecutado por extranjeros o invasores, sino por los propios ciudadanos de estos estados, que, como reacción a uno o varios actos racistas, en el que han violado sus derechos o sus territorios, deciden tomar la ley por sus propias manos y derribar esos símbolos anacrónicos y racistas.

Hace un par de días un abogado caleño interpuso una denuncia contra el Pueblo Misak, arguyendo que “el monumento es un espacio público protegido por el POT de la ciudad de Cali, como un elemento del paisaje municipal, se constituye en un hito de preservación fundamental”. https://www.elpais.com.co/judicial/denuncian-penalmente-a-indigenas-misak-por-derribar-estatua-de-sebastian-de-belalcazar.html Por supuesto que la denuncia tiene un sustento legal, pero es que el monumento fue inaugurado en 1937, y los POT en Colombia devienen apenas de la Constitución del 91, lo que supondría que la inclusión como elemento del paisaje o hito, es resultado de un inventario de bienes muebles de la ciudad, y no como dice en la política “… producto de una efectiva participación de los diferentes actores sociales relacionados con la dinámica territorial. Para ello, la administración municipal o distrital deberá garantizar la participación y la concertación en la formación del plan”. En este orden de ideas, habría que demostrar que así fue efectivamente, o de lo contrario pues hacer la consulta popular. Como lo más probable es que la administración no la haga, porque entonces tocaría hacerla con otros tantos monumentos, pues es mejor que nos concentremos en lo que representa, en su valor estético y simbólico, porque en lo histórico y lo legal, no queda tan bien parada (ups).

Esas esculturas alguna vez, probablemente, fueron valoradas como grandes obras de arte, no simples referentes del paisaje urbano emplazadas en el espacio público (como las pancartas propagandísticas de las que hablamos más arriba), para exaltar o conmemorar las proezas de los conquistadores o los próceres, a través de representaciones más o menos realistas. La habilidad para moldear ese material o la técnica de fundición, su realismo, su gesto, su escala, su forma y color, su estabilidad y durabilidad, etc., son aspectos para considerarla efectivamente como una obra de arte; y que sea, por supuesto, una alegoría. Símbolo de las proezas de grandes hombres, del espíritu humano, el monumento de Belalcázar, orgulloso y arrogante señaló cada día por mas de 80 años la ruta que debía seguir su campaña civilizadora. El problema es: ¿Quién valida o confirma que una obra en general (y ese monumento en particular) es una obra de arte? La respuesta es simple, aunque parezca desconcertante: pues el campo del arte: sus circuitos, curadores, museos, galerías, bienales, agentes, críticos, investigadores, y por último el público, que debería estar de primero, pero así no funciona este mundo del arte, ni el de la cultura culta, y acaso tampoco la cultura de masas.  

Así las cosas, lo que le faltaba al monumento de Belalcázar para ser una obra de arte es, no solo que fuera validada por cierto circuito del arte, sino reconocida por un público, gente que se sintiera identificada y hasta emocionada por esa obra, que comprendiera su historia y lo que representaba. Si así lo hiciéramos, capaz advertiríamos que el emplazamiento de esa obra, que vino después de una serie de violencias, celebra y conmemora el triunfo de los conquistadores, y por tanto del proyecto colonizador. Tristemente no ha sido diferente a los otros proyectos de modernización y globalización neoliberal, en los que hemos entrado (o nos han entrado) a las patadas; en todos, la violencia ha dominado de una u otra forma. Cuanta razón tenía W. Benjamin cuando escribió (¿porque será que siempre viene al caso?): “Todo documento de cultura es un testimonio de barbarie”, algo así.

Con todo, el orden público (la polis, la policía o el ejército, incluso los POT) deberá aceptar que no tienen ni tendrán la autoridad ni la sensibilidad para seguir definiendo qué cosas poner o quitar en nuestras plazas, qué cosas gritamos, cantamos o contamos en nuestras calles, o qué cosas pintamos en las paredes, porque somos el pueblo, la multitud anónima, la urbis inconmensurable, y porque lo nuestro es el arte, el diálogo, la paz, y NO la guerra. Recuerden que “Todo lo que dura lo fundan los poetas” (se me olvidó a propósito el nombre de ese poeta), y no lo que levantan o destruyen los asesinos. El pueblo NO se rinde carajo…

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