Apuntes en torno al desarrollo regional y las expresiones artísticas

Preludio adverso
A menudo el arte ha tenido como referencia o ha pretendido representar motivos, acciones y situaciones de lo real, y aunque su promesa fundamental ha sido efectivamente la vida, no ha sido ni sería posible sin la ilusión. Otras de las promesas del arte han sido: la perfección, la felicidad, la salvación, la belleza, lo bueno, lo natural, la libertad, en fin. Y no podemos decir que no las haya cumplido, porque ahí están sus obras para constatarlo: las estatuas de Fidias o las columnas del Partenón; la riqueza cromática y simbólica del arte bizantino y las iglesias góticas con sus vitrales; la Mona Lisa, la Capilla Sixtina, y la arquitectura de Brunelleschi; la música clásica barroca y romántica; los proyectos utópicos de Étienne-Louis Boullée, Le Corbusier y la novela realista; hasta las obras de los más entusiastas impresionistas, artistas dada y surrealistas; e incluso la Sopa Campbell.
Que el arte de cada época haga ciertas promesas no debería sorprendernos, a pesar de románticos tan célebres como Kant que llegó a decir que “El arte es una finalidad sin fin”; o el iconoclasta de Hegel que expidió el certificado de defunción del arte Occidental cuando dijo que este había llegado a su fin (porque había dejado de ser necesario espiritualmente, o algo así); y hasta personajes tan excepcionales como Oscar Wilde quien escribió al inicio de El retrato de Dorian Grey, que el arte era inútil. Parece como si todos estos pensadores hubieran advertido lo que la teoría crítica notificó empezando el siglo XX, que el arte iba a cambiar su estatus más o menos espiritual o elitista, al de una vana mercancía, con todo y las revueltas vanguardistas, y su intención de llegar a la vida cotidiana (lo urbano y lo público) y refundar la historia del arte.
Promete tanto el arte que promete un pueblo, una lengua, una nación, una identidad, incluso una revolución o un régimen. En este sentido el arte sí que ha sido instrumentalizado, baste recordar dos películas que, según los manuales, se inventaron el cine como lenguaje: El nacimiento de una nación (1915) y El acorazado Potenkin (1925) de David Wark Griffith y Sergei Ensenstein, respectivamente, quienes lo usaron con unos propósitos propagandísticos bien definidos. He ahí la técnica o el dispositivo cinematográfico al servicio de una ideología, de un sistema o un circuito, y de una industria. No sobra decir que eso no solo se da en el cine, sino también en las artes visuales, la literatura, la música, y además, que tiene una vigencia que abruma. Los ejemplos abundan pero podríamos citar al menos tres: el expresionismo abstracto, el jazz en los años 50 y 60, y el mismo Hollywood en su época dorada, fueron objetivos de los planes estratégicos de expansión de la cultura estadounidense.
Así que, a estas alturas se podría decir que el arte no es ni tan inmaculado como pensaban los románticos (e incluso Walter Benjamín con su aura) ni tan indefenso, y que en efecto se usa como un instrumento de hegemonización y homogeneización. La experiencia frente a este tipo de arte de vanguardia, decía Benjamín se daba a través de la percepción distraída (del sujeto enajenado), mientras que el Arte (así con A mayúscula) reclamaba contemplación, lentitud. “Percepción en la distracción” le llamaba, en tanto Kant dijo a finales del XVIII, que la percepción del arte, igual que de la naturaleza, era una percepción “desinteresada”. En ambos casos la posición frente a las obras es pasiva, y por tanto la experiencia estética no es una experiencia expandida del conocimiento, sino que se reduce a una experiencia de agrado o desagrado, de distracción, y hoy diríamos de mero entretenimiento.
Por supuesto que todo arte pertenece a una industria, un mercado o un circuito, así que intentar reducir el tema entre simpatizantes del Arte o de la industria es un tanto pueril. Antes que nada el arte devela una verdad, emerge de un territorio y funda un lugar, desterritorializa y reterritorializa, es un acontecimiento, y por eso hace historia y tiene un público. Si a veces nos extrañamos con algunas obras de arte contemporáneo es porque el público al que se dirige es un público extraño (abstractamente globalizado), un público ajeno a un territorio determinado (se puede leer como local), pero sí definido (por un mercaderista o un algoritmo), porque termina siendo mas o menos uniforme y elitista. Hay unos mecanismos de distinción (enclasamiento le llamaba Pierre Bourdieu) que se activan en la medida que el mercado va cambiando y requiriendo nuevos públicos para sus obras supuestamente nuevas. Esa necesidad exasperante de renovación en la que las vanguardias y el mercado hicieron entrar al arte, es lo que ha hecho que este se convierte en un pastiche en la contemporaneidad, entre otras, porque como escribió Óscar Wilde otra vez en otra parte: “La moda es un regreso a su pasado”. Hay pastiches interesantes de todas formas, ahí están El nombre de la rosa de Umberto Eco, por ejemplo, o las películas de Quentin Tarantino.
Públicos dispersos y utopías industriales
La promesa rota del arte más estridente fue la de llevar sus obras a la vida cotidiana y así ampliar su público, a pesar de los esfuerzos de artistas, curadores, investigadores, educadores, productores, editores, y espacios independientes. Una revisión rápida de la oferta cultural en Colombia podría arrojarnos que en efecto en la actualidad, no hay más conciertos, salas independientes, ferias de libros, funciones de teatro, etc., que a mediados de la década de 2000. El festival de teatro de Manizales y el de Bogotá servirían como indicadores de ese comportamiento del sector cultural y del público. Es como sí, contrario a lo que planteara el sociólogo Pierre Bourdieu acerca de la distinción, ese estatus o prestigio tradicionalmente asociado al gusto por las artes y su consumo, hubiera dejado de ser necesario (a lo Hegel), más o menos desde la segunda década del siglo XXI. En otro texto https://calleesosojos.com/2021/02/08/mas-aca-de-las-industrias-culturales-o-como-retornar-al-territorio/ he tratado el tema del boom que tuvieron las industrias culturales y creativas a finales de los 90s, y su caída en la segunda década del 2000, a partir de ejemplos del Reino Unido, España, y Colombia con el Clúster de Industrias Culturales de Cali.
La industria cinematográfica Colombiana podría darnos otro ejemplo ilustrativo. A principios del 2000 se hacían mas o menos cinco películas en el país, con la Ley 814 del 2003 o Ley de cine, empezó a subir y llegó en el 2018 a estrenar 41 películas (sin contar las que NO se estrenaron en salas, e incluidos los documentales que tampoco se exhibieron en los múltiplex) En esos casi 20 años Colombia aumentó su participación en festivales de Europa (Cannes, Venecia, Rotterdam, Berlín, San Sebastián, etc.) y Norte América (Sundance, Tribeca, etc), y su nivel más alto llegó con la nominación de El abrazo de la serpiente de Ciro Guerra a mejor película extranjera en los Óscar del 2016. La taquilla al principio, a finales de 2015 fue buena para una película colombiana (28 mil espectadores), y después de la nominación fue extraordinaria, acercándose incluso a El Paseo de Caracol TV (que llegó a pasar del millón de espectadores) Pero esos son casos excepcionales, porque la mayoría de películas no pasan de 20 mil espectadores, y muy pocas pasan el límite de los 100 mil, con los que podrían recuperar algo de la enorme inversión.
Dos conclusiones se podrían sacar con el caso anterior, que en efecto ha subido la producción de cine en el país, pero no el público espectador de esas películas, y que no es precisamente una industria en el sentido cabal de la palabra, puesto que no es sostenible, muy a pesar del Fondo de Desarrollo Cinematográfico (FDC), pues la inversión en los proyectos la mayor de la veces no es rentable. El análisis obviamente no es tan simple, pero es que comparado con la industria hollywoodense que suele ser el referente en las escuelas y en el «gran» público, de lejos, no estamos ni tibios para ser autosuficientes y sostenibles. Ahora bien, se sabe que alrededor del 80% de las películas que se ofertan en taquilla en Colombia son hollywoodenses, y que curiosamente la oferta de otras cinematografías, italiana, mexicana, argentina, que en los 80s se podían ver en nuestro país, en la actualidad brillan por su ausencia. Eso quiere decir que hay un monopolio no sólo en la producción sino en la distribución y la oferta, porque al final los exhibidores terminan entregando sus salas a los mejores postores. No es que los productores colombianos no sepan hacer promoción, es que el sistema está hecho para favorecer a los grandes estudios o a los grandes mercados.
Con todo, se debe hacer un mayor esfuerzo en la formación de públicos, que es el otro talón de Aquiles de la Ley; para ello, haría falta ampliar la oferta de cine (no reducirla a lo que quieran enviar las distribuidoras gringas), apoyar más los festivales, e incluso abrir salas especializadas en cine colombiano. De nada sirve que se hagan más películas si no hay más programas de promoción y de formación en torno al cine nacional e incluso regional. Contrario a lo que ha pasado en el sector cinematográfico, en el teatro es común escuchar la queja de sus artistas, de la cantidad extravagante gastada para traer compañías extranjeras, respecto al modesto apoyo a la producción y circulación nacional y local. O sea, consolidar plataformas tan importantes para el teatro como los festivales de Manizales y Bogotá, debería suponer un importante desarrollo teatral en estas ciudades, no solo a nivel local o nacional, sino también internacionalmente, pero no. No solo se fue reduciendo el público (en la primera década del 2000 en Manizales), sino que se alejó de los espacios públicos y urbanos de la ciudad (en la segunda década en Bogotá), y se refugiaron (o fueron arrinconados por las políticas o el mercado) en el lugar “seguro” y privado de sus teatros y salas alternas.
Repliegues de lo público y la (des)concentración de lo económico
El caso de los teatros de cine es muy ilustrativo para entender el cambio en la industria y las dinámicas del público, puesto que su oferta pasó de los centros urbanos de pueblos y ciudades (en los 80s, y parte de los 90s) a las casas (con el VHS, Tv por Cable, etc) y luego a los centros comerciales. Hay pues una dispersión de la vida urbana en la ciudad, una especie de movimiento centrifugo, que fue debilitando el impacto del arte y la cultura en espacios públicos y en la propia ciudadanía. Mejor dicho, ese paso de lo público a lo privado, de concebir la cultura como un derecho natural a concebirla como un servicio o un producto, ha hecho que se concentre en sus lugares convencionales más o menos elitistas y publicitarios (afín por lo demás a la retórica de la democracia representativa), mientras que su descentralización en lo privado, en sus centros comerciales, salas alternas o independientes, hicieron que el arte y la cultura entrara en dinámicas mercantilistas que en términos generales ni democratizó (en el sentido de la democracia participativa) la oferta, ni diversificó y cualificó sus públicos. Varias explicaciones se le puede dar a esa suerte de repliegue en lo convencional y en lo privado, que va a llegar, por cierto, al paroxismo en la pandemia. Una podría darse desde lo económico a través del paraguas de las industrias culturales y creativas, justamente en la pretensión de que los proyectos culturales y artísticos se pensaran desde lógicas administrativas como el plan de negocio o el emprendedurismo (que suelen tener una cara oculta de auto-explotación y precarización)
Semejante promesa de integrar lo cultural a lo económico propiamente dicho, debería llevar a recaudar fondos por concepto de boletería o taquilla, compra de libros u obras, pero aun hoy en Manizales se espera una fórmula milagrosa para que el público pague masivamente por un espectáculo teatral o musical, o compre los libros de sus autores y las obras de sus artistas. Entre otras, esa fue seguramente una de las causas de la desaparición del Festival de Jazz de Manizales que no logró la tan anhelada sostenibilidad, sin contar con la inestabilidad que han sufrido en varios años la Orquesta Sinfónica y la Feria del Libro.
Y no es porque los o las gestoras no tengan formación o no tengan la capacidad de hacer que un festival sea sostenible y rentable, hay que considerar otras explicaciones: porque los públicos cambiaron de gustos o cambiaron sus dinámicas urbanas; porque estos nuevos públicos creen que esos contenidos no están a su alcance, o porque no tienen dinero; porque las políticas culturales son deficientes, o porque hay hegemonías y monopolios en el mercado, como en el caso antes mencionado de Hollywood en la cartelera nacional (y recientemente el monopolio de las plataformas de streaming tipo Netflix -que dicho sea de paso, echó a perder la industria televisiva nacional, tan celebre en otros tiempos-, y que eventualmente tendrán que sacarle más impuestos para salvaguardar y promover la producción nacional) No es, pues, un problema tanto de formación o capacitación de quienes trabajan en la cultura y el arte, sino de un mercado que NO logra apalancar sus iniciativas locales para hacerlas competitivas y sostenibles, sin contar con el problema fundamental de acceso regular a la educación, al arte y a la cultura.
La promesa rota del desarrollo y otra apuesta por el sector cultural
Otra promesa rota, sin duda, podría ser aquella de que el arte y la cultura aportarían a un desarrollo integral y sostenible, sobre todo en sociedades como las nuestras en las que muchas de las necesidades básicas no están satisfechas. Eso influye obviamente. Hay un ejemplo muy interesante que se dio en Medellín con la Biblioteca España, la cual, según los más entusiastas administradores y gestores transformaría la comuna en la que insertaron ese “formidable” proyecto. Eso no era solo una idea de esa administración, sino una suerte de modelo, cuyo caso más emblemático era el Gugneheim de Bilbao, que gracias a este, supuestamente pasó de ser un puerto más o menos olvidado a un puerto próspero y turístico.
Yo me imaginaba por allá en el 2005 que esa biblioteca por dentro era una maravilla, con espacios amplísimos e iluminados, con unas escaleras interiores elegantes y bellos corredores. Y así lo imaginaba por su forma irregular, monumental y contemporánea (a pesar de parecer tres moles fantasmagóricas empotradas abruptamente en esa montaña) Se me venían a la cabeza imágenes de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá o de la biblioteca que visitan los ángeles en el Cielo sobre Berlín de Win Wenders. Alcancé a imaginar a las maestras y los maestros llevando o enviando a sus estudiantes a esa increíble biblioteca, e incluso que mantendría llena, a pesar del hambre y la inseguridad que posiblemente padecían muchos de sus usuarios y usuarias. Luego me enteré que esos edificios habían tenido problemas en su construcción, que por inaugurarlos a tiempo para la llegada de sus majestades de España, improvisaron mal; que la fachada se había deteriorado demasiado rápido, y que hasta goteras tenía, en fin, que era un fiasco más de la corrupción colombiana.
La imponente y elegante fachada no resultó ser sino un falso y frágil armazón que no se ajustaba correctamente a la estructura (como cualquier carcaza a su aparato), ni tenía mucho que ver con sus espacios interiores. Así que aquella promesa de que un proyecto puede transformar positivamente su entorno, en Medellín no fue más que eso, una promesa rota entre otras, y eso que su política cultural era el ejemplo a seguir en esa época en Manizales y probablemente en todo el Eje Cafetero.
Al final la culpa de que las cosas no funcionen recae sobre individuos aislados (administradores, gestores, creadores, emprendedores, y la mismísima ciudadanía), y jamás sobre el modelo de desarrollo. Por supuesto es mucho más fácil cuestionar o interpelar a las personas que al sistema completo. “El sistema funciona”, aun a expensas de sus operarios inoperantes o concursantes incapaces. En esa competencia fratricida de los concursos quien no salga a flote en el mercado es porque no está preparado, el desarrollo no para. – Si usted no se sube a este tren es porque No quiere o No se esfuerza lo suficiente. Así son las cosas con el desarrollo y el emprendimiento.
A propósito, la puesta en marcha de la economía naranja parece como si hubiera pasado por alto las experiencias anteriores, con los casos de Industrias Culturales de Cali, o la misma Ley de Cine con su mecanismo de exenciones de impuestos a empresas que apoyen proyectos cinematográficos. El dinero de las empresas en las películas a cambio de beneficios tributarios (semejantes al mecanismo de la apuesta naranja) también brilla por su ausencia en la producción nacional, es decir, el mecanismo está en la ley, y suena bonito y hasta verosímil, pero no ha sido eficaz. Eso significa que las empresas, el sector industrial y financiero también requieren de formación, capacitación y corresponsabilidad; y por supuesto, que el Estado sea más activo para servir de intermediario, que es lo que se supone quiere hacer la economía naranja.
Por lo demás, no basta con formación o capacitación, y ni siquiera con producción, sino se complementa con una política integral y preferencial (además de estímulos y créditos, subvenciones, seguridad social, estabilidad, etc.) para los y las trabajadoras del sector cultural, y no pretender que el sector va a llegar a un punto de equilibrio por sí solo. Se puede ser muy liberal y emprendedor, pero no se puede desconocer que hay medidas proteccionistas que se tienen que implementar para poder crear un mercado local estable.
Los derechos pendientes y las gestas del presente
Ya pusimos entre comilla aquella promesa según la cual las expresiones culturales y artísticas deberían insertarse en un mercado global, aportar al desarrollo económico, al PIB, etc. Como será que hoy, antiguos promotores de esa visión más o menos desarrollista y tecnócrata de la cultura dicen: “(…) las industrias creativas y culturales no pueden reemplazar ni desplazar a otras dimensiones de la cultura que no pasan estrictamente por procesos económicos” (German Rey, en Revista Arcadia. Nº 161. 2019), refiriéndose a las expresiones patrimoniales y artísticas, las fiestas y carnavales, e incluso a los derechos culturales, que más allá de los relacionados con el acceso a las artes o a la identidad y el patrimonio, debemos profundizar en los derechos a la libertad de expresión (tanto en los medios de comunicación como en el espacio público), la memoria histórica, el acceso a la educación, el derecho a información veraz y no sesgada, entre otros.
Los derechos no son promesas, son prácticas ciudadanas que se deben ejercer, e incluso promover por el propio Estado, como aquellas luchas por la memoria, por resignificar la historia y crear nuevos símbolos, por conquistar más y mejores lugares de encuentro y de expresión en la ciudad (como lo hicieron recientemente multitudes en el estallido social que vivimos este año), por la protección del medio ambiente y de quienes trabajan por lo sus derechos, por sus comunidades y territorios. Esas gestas son reales, se realizan cada día, por individuos y colectividades anónimas de la sociedad civil, no pertenecen a esa esfera hiperrealista y retórica de las promesas, como aquella del desarrollo sostenible, que no ha sido más que la sostenibilidad del desarrollo (de uno exclusivo y asimétrico) y de las desigualdades, y cuyos símbolos se deben empezar a transformar, o de lo contrario no podremos aspirar a reivindicar nuestros derechos culturales, o a generar algún cambio social, ni un futuro diferente.
¿Qué nos puede prometer entonces hoy el arte, si ya sus promesas de belleza o estatus parecen obsoletas, y la libertad que prometía más recientemente fue desfigurada por las propias políticas culturales, la industria y el mercado del arte, los medios de comunicación y la reciente virtualidad? Hay unas señales que nos está dando este presente que apremia, como si en efecto fuera un cambio de época o de mentalidad, cuyas claves seguramente serán: en vez del distanciamiento, el acercamiento, lo local y lo social; en vez de más globalización, el encuentro fraternal y creativo en torno a los derechos, la memoria, la verdad y la reparación de los territorios; en vez de más centros comerciales, más esquinas, plazas y parques para la cultura y el arte. Hay unos códigos emergentes ahí que vale la pena pensar y ocuparse de ellos, a fin de buscar revitalizar las dinámicas culturales, y además, afrontar de una vez por todas esas dinámicas ya naturalizadas de auto explotación y precarización promovidas por las políticas culturales y las industrias culturales y creativas.
Escollos y potencias de lo local
Hay que procurar contraer el concepto de arte (como una alternativa y/o una estrategia) hacia unas representaciones y prácticas con un arraigo más local y colectivo. Sobre todo en las artes visuales cuyos proyectos suelen ser tan conceptuales y/o herméticos que su público casi que se reduce al de los propios artistas (familiares, amigues, investigadores, críticos y curadores) Respecto al caso de los festivales de poesía o ferias del libro, mejor sería descentrar la producción y la promoción, y reunir las editoriales emergentes en nuevos eventos que visibilicen los autores locales; no esperar solo un espacio en las grandes ferias del libro. Es probable que, semejante al cine, la industria editorial se haya concentrado especialmente en supermercados de cadena y centros comerciales, reduciendo su impacto en los diferentes públicos. Con todo, es lícito sospechar que esa concentración y ventaja de las industrias culturales, más las rigurosas medidas y requisitos en torno a los derechos de autor, hayan desestimulado la emergencia de nuevos proyectos editoriales, librerías, y en el caso del sector audiovisual, productoras y espacios alternativos de exhibición.
La música, por su lado, es quizá la expresión artística que suele tener más arraigo en los territorios, y mejor relación con su público, casos como los festivales de rock o de electrónica lo confirman, y ni qué decir de los festivales de música folclórica y popular como Mono Núñez en Ginebra Valle, o el del Pasillo en Aguadas Caldas, que dan predominio a los autores locales, y no se gastan extravagantes sumas de dinero (como lo hacen en la Feria de Cali o la Feria de Manizales, aunque también en los festivales de rock) contratando los artistas de moda o internacionales. El caso del Petronio Álvarez es muy especial porque no solo es de base popular sino que ha dinamizado toda una plataforma de promoción de l-s artistas, de empleo y emprendimiento en torno a la cultura del pacífico colombiano, y ha logrado lo que seguramente era una de la metas de cualquier clúster, lanzar empresas o grupos que se insertaran en la industria musical como ha sido el caso de Chocquibtown y Herencia de Timbiqui.
El carnaval del Diablo de Río Sucio es otro caso extraordinario, es una fiesta tradicional que integra la palabra, la música, el baile, las artes escénicas, dinamiza la economía del municipio, y además, es un homenaje a la diferencia, al respeto y a la paz. Esos valores agregados hacen de este carnaval un complejo espectro de expresiones artísticas y culturales que más allá de su historia y su sincretismo, nos plantea alternativas efectivas y creativas para generar experiencias potentes y duraderas en torno al arte y la cultura. Es decir, suele pasar que basta mirar hacia el lado para enterarnos que se nos había pasado algo por alto, en este caso, el encuentro de lo patrimonial (en sus diversas expresiones: material e inmaterial) con las artes, el turismo, e incluso otras actividades comerciales, es una mezcla poderosa.
En Pereira había un proyecto muy interesante que tristemente desapareció en marzo del 2019, y que funcionaba desde el 2000, llamado La cuadra, el cual integraba justamente diversas expresiones artísticas, artesanales, y emprendimientos, en calles y esquinas, y en lugares acostumbrados del arte de la ciudad. Sin duda esa articulación en La cuadra entre gestor-s, creador-s, academia, espacios independientes e instituciones oficiales, apalancaron el importante desarrollo artístico (notable en artes visuales) de esta ciudad. Es posible que haya pasado lo que supusimos pasó en otro par de proyectos en este ensayo, los creadores y los gestores perdieron el apoyo de la institucionalidad o su labor no fue retribuida justamente, y por fuerza mayor, debieron dejar de agenciar esos procesos tan importantes que hacían con tanto esfuerzo y amor. La soledad y el abandono de creador-s y gestor-s es lo más insostenible para las expresiones artísticas, por eso se requiere de muchas complicidades, equipos y recursos que les acompañen.
Los presentes por vernir de la gestión cultural
Hoy la gestión cultural debe expandirse y abogar por un repliegue estratégico (interdisciplinar e intercultural) en lo público (antes que en lo privado) y en lo local (antes que en lo global), que pueda redirigir sus acciones y sus tácticas en el mundo de la vida cotidiana. Dicho de otra manera, efectuar una descentralización y re-territorialización de lo comunal y la ciudadanía, a fin de reinventarse otras formas sociales y expresiones artísticas, más afines con la diversidad, lo ambiental y la paz.
¿Será posible reconciliarnos con nuestro territorio o nuestro pasado para descubrir o inventar formas de ser más amables, alegres y creativas, en la contemporaneidad? ¿Es posible desde nuestro lugar de enunciación ser vanguardistas, innovadores, contemporáneos? Para ello haría falta considerar los agenciamientos culturales como actos de creación y acontecimientos (“puentes en vez de burbujas” como dijera Ezio Manzini) que (re)funden la historia y los lugares. Semejantes motivos, no solo nos interpelan, sino que nos mueven a realizar, desde el lugar que habitamos (y que nos habita), formas alternativas (al desarrollo) de imaginar el futuro, y nuevas maneras de crear y vivir.