De los deshechos a los bricolajes Observaciones en torno a la interdisciplinariedad en el diseño

Objet Indéstructible. Man Ray. 1923

Abstract 

Este artículo inicia con el tema de la obsolescencia programada y termina con la basura, situaciones, por cierto, no tan distantes la una de la otra. Plantea que el diseño requiere de miradas más sensibles y relatos más cercanos, por ejemplo desde el habitar, el territorio, el medio ambiente, el arte y la cultura, lo que supone una apuesta desde la interdisciplinariedad y la interculturalidad. ¿Qué relación encontramos entre los hábitos de consumo y el territorio?, ¿Cuál es el lugar de la naturaleza y del habitar humano hoy? Como cultura más o menos occidental, ¿cuánta cultura nos sobra y cuanta nos falta para ser modernos, racionales, sabios? Estas son algunas de las cuestiones que subyacen a esta indagación.  

Palabras clave: diseño, cultura, historia, arte, medioambiente, territorio

Preludio 

Hace un par de años circuló en redes un artículo que trataba sobre una demanda que interpuso un ciudadano francés a las compañías Apple y a Epson, sobre un asunto harto conocido por diseñadores y consumidores, esto es, la obsolescencia programada; a la primera por ralentizar sus equipos móviles, justo en el momento en el que iban a estrenar un nuevo modelo, y la segunda, por volverse inservibles sus cartuchos antes de agotarse completamente la tinta. Semejante acontecimiento nos confronta con unas lógicas bien definidas del mercado en particular y del capitalismo en general, pero, sobre todo, con el impacto que tiene el diseño y la innovación en nuestra vida cotidiana, si aceptamos, al menos, que el diseño como proyecto obedece a tal o cual fin. Entonces se detiene uno y vuelve a preguntarse, volviendo al tema de Apple y Epson, ¿qué fin tiene que un celular hoy dure menos que uno de hace cinco años? Y la respuesta es una perogrullada: pues consumir, y así producir más, para consumir más, y desechar más.  

Pero lo que no es obvio, es que, en el fondo, el fin consiste en insertarse a través del consumo en la vida cotidiana de esa persona, los hábitos de contestar o cargar un móvil tantas veces, o imprimir tantas páginas. La obsolescencia programada se diseña de acuerdo a fines más o menos definidos, que los filósofos llaman teleologías, por ejemplo, progreso, bienestar, estatus, sostenibilidad, etc., es decir, no determina sólo la vida de los objetos, sino de las personas. Que el diseño define la forma que va a tener una ciudad, un barrio, una casa o apartamento, y del mismo modo, que de cierta manera presupone los objetos que deberíamos tener en la intimidad de nuestras habitaciones, quiere decir, que, en efecto el diseño se ha instalado tanto en el espacio público como en el espacio privado.  

Con todo, esa omnipresencia del diseño, esa sobreexposición más o menos exhibicionista e hiperrealista, no nos requiere más especializados o más fragmentados en tal o cual disciplina, sino más sensibles y cercanos, en esta o aquella otra cultura o historia. El diseño hoy nos requiere más bien con una visión sinóptica o circunspecta (holística dicen algunos) que pueda hacer de cualquier lugar un hábitat, un paisaje, una frontera, y que pueda establecer un diálogo confiado con otros saberes y experiencias, por más extrañas, anónimas y marginales que parezcan.     

Antropología y diseño

Decir que hogar viene de hoguera no es una mera sutileza hermenéutica, tiene su constatación, por decirlo de alguna forma, antropológica; basta imaginar al hombre primitivo a la intemperie o dentro de una caverna, el fuego cumple la función de calentar el cuerpo y de preparar alimentos. En la práctica, dicho lugar es el centro (el vórtice) de la sociabilidad que se da entre familiares, amigos, vecinos; pero, además, en términos simbólicos, es el fundamento y/o premisa del territorio. El centro es el vórtice a través del cual se crea y/o diseña una aldea o una ciudad, es la piedra sobre la que se edifica el templo, el fuego divino que renueva incesantemente la naturaleza (ideas-imágenes estas muy anteriores a la cosmogonía cristiana). Por lo demás, ese centro es la matriz de todo, que no sería tal, sino hubiera una historia que nos contara cómo sucedió, cómo inició; a ello llaman los antropólogos mitos fundacionales, los cuales no se dan solamente en la fundación de un gran imperio (como Roma por ejemplo, y la razón por la que Rómulo mató a Remo, después de advertirle que cualquiera que cruzara el círculo que había trazado en el monte Palatino, lo mataría), sino en cualquier aldea o ciudad por apartada y desconocida que sea, por ejemplo, la cosmogonía Kogi, en la que sus malocas son igual que en la grandes cosmogonías (Pekín, Londres, etc.), el centro del universo. 

De una caverna en el paleolítico, en cuyo derredor se encuentran dispersadas un montón de osamentas, a una iglesia cristiana, en cuya cripta se esconden los restos de personajes ilustres y autoridades eclesiásticas (columbario los llamaban los romanos y permanece hasta el neogótico), o una reliquia en el altar mayor, o en un oratorio, etc., lo que advertimos en cada caso, es que la organización (o el diseño) del hábitat (o el espacio habitado) no sólo responde a una comodidad técnica, sino a la necesidad de disponer y asegurar un marco (y unos códigos) al sistema social. “Todo hábitat es evidentemente un instrumento, y por ese hecho, está sometido a las reglas de la evolución de la relación entre la función y la forma” (Leroi-Gourhan: 1971).  

A ese poner orden o diseñar el espacio circundante le podemos llamar habitar (y vale recordar a Heidegger en el que el habitar no se puede separar de la construcción), dicho de otra forma, resistir al caos o a los embates de la naturaleza “salvaje”. Tallamos la dura roca, construimos una choza, o pintamos una caverna, no tanto para sobreponernos a la naturaleza (sobrevivirla o dominarla), sino para cohabitarla y convivirla. Hacemos una canoa para poder permanecer en la superficie de las aguas, o una sombrilla, para poder perdurar debajo de la lluvia. Esas cosas son también lugares para habitar, para encontrarnos con la naturaleza y con los otros. Ahora bien, esa canoa o sombrilla son diferentes, por ejemplo, entre las culturas de la Europa septentrional y las culturas orientales en el pacífico, el clima y la disposición de sus patrimonios naturales las hacen diferentes, y por ello sus identidades (y la mayoría de sus cosas) son distintas; dicho de otra forma, aunque funcionalmente sean semejantes, formal y materialmente varían unas respecto a las otras. Cada una tiene un estilo étnico, como lo llamaría Leroi-Gourhan, puesto que tienen una manera peculiar de asumir y marcar las formas, los valores, y los ritmos (Leroi-Gourhan, 1971: 274)          

Formas, valores y ritmos, son cuestiones que a estas alturas deberían de estar incluidas en el pensamiento del diseño, puesto que allí converge no sólo la estética y el mercado, sino los imaginarios sociales, las ideologías y las políticas, que determinan de alguna forma los objetos del diseño, pero sin perder de vista el territorio (el paisaje, los ciclos naturales), puesto que es este el que define de cierta manera la identidad cultural. ¿Qué relación encontramos entre los hábitos de consumo y el territorio? Y eso sin hablar de la producción. Semejante cuestión de inmediato nos arrojaría a pensar la cultura como un sistema de signos y de objetos más o menos arbitrarios (homogéneo y hegemónico), que se ejerce a través de esa especie de identidad global, masiva y anónima, en detrimento de lo local y lo popular.    

Digresión sobre la historia y un breve contexto del diseño

Varios autores como Paul Ricoeur en Tiempo y narración. Configuración del tiempo en el relato histórico o Arthur Danto en Historia y narración. Ensayos de filosofía analítica de la historia, han cuestionado la historiografía clásica, la cual suponía que la reconstrucción de un acontecimiento histórico era equivalente al trabajo del científico positivista, que disponía de una cantidad “suficiente” de datos o información, para escribir de manera racional y efectiva tal o cual historia. Al cuestionar semejante pretensión de legitimidad o verdad, se vio la posibilidad de configurar otros relatos diferentes a los acostumbrados relatos de proezas de grandes hombres, que, aunque parezcan hoy un tanto trillados, persisten. Hacer una historia del erotismo, de la locura, del cuerpo en la ciudad o del llanto, por ejemplo, no eran posibles hace menos de 100 años, y hoy tampoco es que se lean demasiado. 

Más arriba mencioné la palabra teleología para referirme a ciertos imaginarios como el progreso, el bienestar, desarrollo, etc., los cuales serían inherentes a la cultura (al menos la Occidental). Pues justamente la teleología por antonomasia es la de la felicidad, desde Aristóteles (en La Poética), suponiendo como creía el Estagirita que es el supremo bien, y que por tanto todos indefectiblemente pretendemos dirigirnos hacia ella. Pero más allá de que seamos o no hombres o mujeres “de bien”, lo que obliga el relato trágico o el relato histórico, es que pase algo, que haya acción (que produzca) peripecias, que el héroe sufra, pero al mismo tiempo pueda salir de esos escollos que le pone el hado funesto o el azar. 

Aristóteles dice: “El fin buscado es una acción no una cualidad”, es decir, no necesariamente la acción correcta, sino cualquier acción (incluso por inmoral que pueda ser) Sea en el relato histórico o en el relato de ficción (incluso en el cine), la acción es la que configura el relato, la disposición de los hechos, la trama, independientemente incluso del carácter de su protagonista o antagonista. En el relato trágico la acción conduce generalmente a una muerte, y aunque en el relato histórico hay evidencias de que termina de la misma manera (la primera y segunda guerra mundial confirman aquello), en realidad no se cuenta así, porque la Historia (así con H mayúscula) de la ciencia, la tecnología y por supuesto el diseño, es optimista (y no trágica como los griegos, que eran tal según Nietzsche porque esperaban mucho más que nosotros de la vida). Hoy el barroco lo conocemos como un periodo fascinante de la historia del arte, pero en su época se referían a él de forma despectiva; no es posible por ejemplo decir que el Rapto de Perséfone de Rembrandt haya sido un retroceso en la historia del arte, nadie diría eso, y ni siquiera La Fuente de Duchamp, o La sopa Campbell de Warhol; no se puede decir eso, porque la Historia de Occidente (y hoy la del capitalismo) se dirige irreversiblemente hacia un final feliz, hacia la madurez o la mayoría de edad como decía Kant.  

En la introducción me refería a que la obsolescencia no sólo programa la vida de las cosas sino la de las personas, de sus hábitos. Pero eso no es del todo nuevo, se puede constatar también relativamente fácil en la historia de los monasterios, los cuales, para varios historiadores de arte y de la ciencia habrían sido precursores del capitalismo. La invención en la Edad Media del Reloj, que devino, de cierta manera, de las campanas de las Iglesias que anunciaban las horas canónicas (horas en las que los monjes debían hacer sus oraciones), habría sido el gran invento de la modernidad, antes incluso que la máquina de vapor, en tanto que, gracias a él, se pudo sincronizar y regular las acciones de los hombres.

Detrás de la historia de la máquina de vapor está la historia de multitudes arrastradas por la fiebre del progreso hacia las ciudades, un cuento de hadas que fue reforzado por la pintura impresionista y más tarde por el cine. De otro lado, había otras versiones más sombrías como las de Edgar Alan Poe, que mostraba una parte de Londres llena de antros, de marginados y delincuentes, sin contar con que más tarde los escombros de las industrias (La fuente de Duchamp por ejemplo) servirían para resignificar críticamente el arte, la función de este en la vida cotidiana, mientras que el diseño parece se hubiera quedado en los presupuestos victorianos del arte por el arte, y en la fatua promesa del progreso, alejándose así un tanto del arte que estaba más cerca del mundo de la vida (Lebenswelt) de la filosofía, y el requerimiento de las vanguardias de acercar el arte a la vida cotidiana.     

Ambiente, arte y diseño

Volviendo al tema de los imaginarios, es probable que el ferrocarril y el cinematógrafo sean los inventos más queridos y los logros más impactantes de la cultura Occidental, los cuales, en términos simbólicos representaron el triunfo o la preeminencia del tiempo y el movimiento, respecto al espacio y la naturaleza (el cuerpo, la tierra), y en términos estéticos la distracción en detrimento de la contemplación. Esa imagen paradigmática de una fábrica o un ferrocarril echando humo, como símbolo del progreso hoy no es otra cosa que un síntoma de la decadencia y una situación anacrónica, si tenemos el decoro de aceptar que esa modernidad racionalista y capitalista fue la que produjo la crisis ambiental y cultural que hoy padecemos. 

Si en el plano artístico en el siglo XIX el arte por el arte procuraba por su autonomía, el siglo XX nos mostró que la mecanización y/o la técnica se desarrollaría, al parecer en función de sí misma; la pérdida del aura anunciada por W. Benjamín sería una de sus consecuencias. Y es que probablemente todas las vanguardias artísticas reaccionaron a esa mecanización y mercantilización a la que se vio presuntamente abocado el arte (como cualquier mercancía), salvo quizá en el caso del arte pop, en el que se disolvería esa tendencia crítica, en favor de la industria y el mercado (recordar que Warhol decía de sí mismo que era una máquina de hacer arte). Lo interesante de las vanguardias artísticas es que interpelaron al arte elitista y más o menos homogéneo del pasado, pero, por otro lado, evidenció la decadencia de Occidente, en tanto que varios de los Estados-nación que participaron en la confrontación, también quisieron refundar la historia del arte. Y eso era una consecuencia lógica (o mejor irónica), puesto que después de la segunda guerra mundial, había que hacer borrón y cuenta nueva, volver a empezar, refundar esa antigua cultura que había fracasado, y en la que no era posible ya la poesía, como lo anunciara Adorno.     

Curiosamente el diseño ha corrido con una suerte semejante a la del cine, puesto que cada uno en sus inicios, intentó con todos los recursos teóricos que pudieron justificar su existencia como arte, pero no tardaron mucho en convertirse a la industria, y si bien, cada uno a su manera logró permanecer parcialmente en los límites del arte, la gran mayoría de objetos o películas terminaron condescendiendo con la lógica industrial de reproducción, masificación, y reificación. La reducción o simplificación de las formas de la naturaleza y el mundo a formas geométricas operada por el neoplasticismo, como reacción al romanticismo y al neoclasicismo, y que luego influenciará a todo el movimiento moderno, Gropius y la Bauhaus, y a Le Corbusier, fue sin duda uno de los grandes acontecimientos de la historia reciente del arte y del nacimiento del diseño, pero también inauguró una alianza que hasta nuestros días es problemática, entre el arte y la industria. Con todo, sea que consideremos una casa de Le Corbusier, o tal o cual mueble producido en la Bauhaus, el funcionalismo reinante (sin contar con el de la comunicación) en ambos consolidó a la caja de muros (el edificio) y a los objetos dentro de ella, como elementos de una máquina, una máquina para habitar.      

Más acá del culto a lo nuevo (a la innovación diríamos hoy) promovida por las vanguardias, que fue y sigue siendo una condición eminentemente moderna, la Bauhaus y el Dada, por cierto contemporáneos, representan dos tendencias en el arte, que podrían reconciliarse, a fin de que los diseñadores no sólo sean pragmáticos, respecto al diseño de los objetos y su inserción en la vida cotidiana y los circuitos comerciales, sino en lo que se refiere al talante transgresor y crítico (respecto a los sistemas de producción, los materiales y el mismísimo mercado), que es a fin de cuentas la antesala a una verdadera innovación, como fueron justamente los ready made y/o ensamblajes que realizó el movimiento dadaísta. Si bien no eran objetos precisamente funcionales, hoy cobran especial valor en lo que se refiere a sus presupuestos ideológicos y conceptuales, puesto que, a pesar de su supuesta extravagancia, sin duda fueron capaz de interpelar esa fiebre del progreso y de su mecanización, y no impactar tan negativamente a la naturaleza. 

El lugar de la naturaleza y el habitar humano

Si nos atenemos a la definición de lugar de Marc Augé, según la cual el lugar es un espacio practicado, y un no lugar, un espacio que no es relacional, que no implica procesos identitarios o históricos (Augé: 2000), en la naturaleza, igual que en los lugares humanos, hay muchos todavía (y por suerte) no lugares a los que todavía no ha llegado ni un geólogo o psicólogo. Decir que hay lugares de la naturaleza recónditos y desconocidos no es una vana ilusión, es muy probable, pero decir que está bien que permanezcan así, no lo es tanto, al menos en el contexto de “racionalidad” en el que nos movemos, puesto que la razón (supuestamente) es aquello que todo lo puede develar, medir y calcular. Así las cosas, el lugar de la Naturaleza visto desde la cultura, o es un bello telón de fondo para las proezas de la humanidad, o es un lugar violento de lucha y de usurpación. No es (en la práctica porque en lo simbólico tal vez sí) una causa eficiente o una emergencia, en la que estaba diseminada la divinidad, y de la cual todos hacíamos parte. 

En otro lugar (y también en clase) he dicho que la naturaleza podría ubicarse en tres estadios a través de la historia. Con los romanos la naturaleza se domesticó a tal punto de convertirla en una propiedad, por cierto, probablemente mejor que la nuestra, puesto que los ríos por ejemplo eran propiedad de todos. Luego en el renacimiento se convirtió en objeto de estudio, los estudios de Leonardo confirman aquello, e inaugura de cierta manera el proceder positivista de la ciencia. Finalmente, con la modernidad y (la supuesta) posmodernidad, se convertiría en un mero recurso susceptible de ser explotado y devastado, y en últimas en un deshecho. Nada que ver con la naturaleza para los barrocos o los románticos, para quienes la naturaleza sí que revestía y ocultaba lo desconocido, y al mismo tiempo, profundos misterios y placeres. 

Hoy hablamos en todas las disciplinas de un resurgimiento del interés por el espacio y el lugar, acaso sintomáticamente, puesto que es lo que más nos falta. Recuerdo que Jose Luis Brea decía algo semejante en los años 90 del siglo XX, refiriéndose a lo que sucedía en los años 60s, en la que se hablaba por doquier de política y de sexo, lo cual confirmaba, según él, su carencia o represión. Como sea, el espacio, el lugar, el paisaje, son conceptos y acontecimientos que nos obliga no sólo a interactuar con nuestro propio cuerpo (nuestra propia experiencia perceptiva) sino con lo otro y con los otros, en una relación, como decía Delueze y Guattari, rizomática (antes que arborescente, es decir, jerárquica). Toda (o casi toda, porque habrá excepciones) la filosofía de Occidente ha sido una filosofía del tiempo (recordar el caso del reloj más arriba), del yo, mientras que el nuevo paradigma pertenecería al espacio, al cuerpo. Por eso es que el teórico de la arquitectura Norman Shultz decía que “si el espacio es existencial, entonces la existencia es espacial”. Dicho de otra forma, nuestra relación con los lugares o con las cosas, antes de darse en términos funcionales, recorrerlos en determinado tiempo, aprehenderlos, se da en términos de acercamientos o alejamientos.        

Heidegger le llamaba a esa especie de proxémica: desalejación, y cuando se refiere a la casa en Ser y Tiempo, habla de desazón, es decir, fuera de la zona, descolocado, desubicado, en fin, para referirse a la condición del ser humano en la época de (la imagen del mundo de) la técnica, según la cual, estaría arrojado y aturdido en la dura tierra (la natal, la mítica). Aquí ya no hablamos de metafísica, ni de teleologías, ni de proyectos, sino de presencias, en rigor, de actitud natural según Husserl (pura experiencia estética sin prejuicios). De acuerdo a esto, la experiencia frente a los objetos nos cambia, por ejemplo, si consideramos unos zapatos de labriego o una sopa enlatada o un puente, cada uno nos descubre nuevas relaciones entre el lugar que ocupa, el presente, y los lugares de los que viene, y a los que remite. El caso del puente al que se refiere Heidegger en Construir, habitar y pensar, es concluyente, puesto que esa construcción que llamamos puente la precede el habitar de los aldeanos o los ciudadanos que no podían cruzar cómodamente el río o la avenida; ese habitar abre un lugar, da lugar a una plaza: “salva la tierra, recibe el cielo, está a la espera de los divinos, y guía a los mortales”. Ese cuádruple cuidar es la esencia del habitar, y por lo tanto de la construcción, y, en consecuencia, también lo podría ser del diseño (o cualquier otra creación) si nos atrevemos a preguntarnos ¿dónde estamos parados y cómo nos enfrentamos a las cosas? 

Materialidad, territorio y diseño

Hay una serie de libros del autor francés Gastón Bacherlard: El agua y los sueños y El aire y los sueños, en los que hace una interpretación fenomenológica y psicoanalítica de cada uno de estos elementos, a partir de referentes literarios, poemas, cuentos y novelas. Probablemente la premisa más plausible es que esas imágenes literarias (toponimias, metáforas, símbolos, etc.) que se refieren a uno de dichos elementos no son sólo eso: referentes, sino imaginaciones materiales, es decir, descripciones no del todo irreales, sino que contienen de alguna manera las cualidades de esos elementos. Esa unión en apariencia imposible entre lo material y lo espiritual (igual que en el caso del Pensamiento Ambiental que ha procurado encontrar la manera de unir las ciencias naturales o físicas con las ciencias humanas y las artes), se encuentra justamente en lo estético. 

Ahora bien, el estudio de lo estético no es una labor que se reduce a aprender conceptos y teorías, sino a enfrentarse propiamente con el lugar que ocupamos, con el territorio, y la materialidad que nos circunda, aquello que tenemos a la mano. Lo mínimo que debe preguntarse un arquitecto, por poner algún ejemplo, es: ¿por qué construimos casi exclusivamente con cemento y hierro? O un diseñador: ¿por qué usamos tanto papel o tanto plástico? Es sabido que el cemento es excesivamente contaminante, y a pesar de ello la construcción de esta forma no para. Eso se debe por supuesto a intereses económicos, pero también, a imaginarios que han sido insertados por el mercado capitalista en la sociedad de manera más o menos arbitraria y homogénea. El deseo de “una casita de material” o “una cama de cedro rosado” tiene que ver con un programa harto estudiado en la sociología que tiene que ver con la distinción, la cual suple temporalmente la necesidad de diferenciarse de los demás, de ser mejor, de cambiar (o consumir) simplemente, o alcanzar cierto estatus. 

Ese desplazamiento o estancamiento de la distinción hace de la identidad algo inestable, en tanto que en cada uno de los casos se da por una carencia o por una falta: uno deja de ser una persona sin casa, o sigue siendo una persona a la que le falta un carro (la alienación es verosímil, no es un invento a ultranza del marxismo). Como sea, y aunque el concepto de identidad sea un tanto peligroso, lo cierto es que la identidad en efecto se fortalece si los objetos o máquinas que usamos tienen una cercanía con el territorio que habitamos. La guadua es un ejemplo extraordinario en nuestro contexto, puesto que es usado de múltiples maneras, aunque de manera mucho más artesanal que industrial. El desarrollo del hierro en España y gran parte de la cuenca del Mediterráneo en el neolítico, la navegación en el norte de Europa, el papel en China, la especias en Medio Oriente, en fin, han configurado poderosamente la identidad de esos territorios.    

Los hábitos de consumo deberían tener que ver propiamente con el hábitat (o el territorio), esa escisión (y alienación otra vez) es la que hace que los hábitos y los hábitats sean tan homogéneos. Dicho de otra forma, la mejor manera de hacer parte de la tan mentada aldea global es fortaleciendo lo local, la identidad, la investigación y producción en los territorios, y no la mera explotación (eso sí que sería innovador). Pensar globalmente y actuar localmente como vienen diciendo algunos estudiosos de la cultura. Por lo demás, hay una idea muy interesante del sociólogo Zigmunt Bauman en su libro “Vidas desperdiciadas: la modernidad y sus parias” en el que además dedica varias páginas al diseño, arguyendo que “La separación y la destrucción de los residuos habría de ser el secreto de la creación moderna: eliminando y tirando lo superfluo, lo innecesario y lo inútil habría de adivinarse lo agradable y lo gratificante” (Bauman. 2007: 36).   

Con todo, pienso que el diseño suele amañarse en esta promesa “agradable y gratificante” del progreso, del desarrollo o la sostenibilidad (que es a fin de cuentas la sostenibilidad del desarrollo, y una actitud eminentemente antropocéntrica), sin cuestionar-se radicalmente, pero al mismo tiempo, propositivamente, el lugar que ocupa en la cultura contemporánea, y el poder que tiene para ayudar a cambiar hábitos de consumo, hábitos de convivencia y de respeto a la naturaleza. La pregunta finalmente es, ¿Cómo podemos luchar por “una civilización nueva, ojalá más sabia”? (Manzini 2015: 15) Pues pienso que hay basura de sobra para aprovechar, si lo hicieron los dadaístas en los años 30, porque no podríamos hacerlo ahora: ready-mades, bricolajes y más bricolajes. 

Salida de emergencia o el principio del fin

En alguna parte escribió Heidegger que “Las últimas cosas son el juicio final y la muerte”, o al menos, el silencio. Uno se calla, deshace sus pasos, recapitula, y van apareciendo como flashes, imágenes aparentemente inconexas. Vimos que la obsolescencia diseña no sólo objetos sino personas (como cosas), por ello el diseño requiere de un diálogo más honesto (consigo mismo y con otros saberes) en este contexto de hoy, más o menos apocalíptico, de crisis ambiental. Vimos que al diseño, entendido como poner orden o componer el espacio, le antecede el centro, el fuego, el habitar, y que la cultura es un sistema de signos, pero además de objetos, cuyo final, por cierto, no debería ser simplemente una escombrera. 

Luego vimos que la Historia occidental por ejemplo con H mayúscula cualquiera que sea es una apenas, entre otras, y ahora podríamos decir que su optimismo (en un final feliz) ha obnubilado su juicio; que el diseño tiene una historia equivalente con el cine y el arte, y que su talante vanguardista debería de recuperarse. Vimos una breve y crítica historia de la naturaleza y su lugar en la cultura, y la invitación del habitar humano desde la fenomenología; entonces, vimos la relación entre territorio, materialidad e identidad, lo que nos llevó a cuestionar la producción y explotación globalizada a ultranza, y a volver, esta vez con Bauman, sobre el papel de los residuos en la creación moderna.  

Finalmente, recordando los ready made de los dadaístas, los ensamblajes o bricolajes de cualquier artista o hijo del vecino, podemos decir que la basura tuvo cierta dignidad antaño, pero además, que podría tener un futuro útil y espléndido, si el diseño se ocupa de reparar el desastre que ha ayudado a causar. Hace falta más creatividad que tecnología de punta y ocuparse de su propia basura y/o la de su alrededor. A propósito, pienso que comúnmente nos sobran muchas cosas en nuestras casas: zapatos, libros, papeles, en fin, pero además, muchas personas suelen creer que les hace falta muchas otras cosas para ser felices. Pues igual nos pasa con la cultura, hay muchas imágenes e imaginarios, y por supuesto objetos, e incluso máquinas, que nos sobran, que NO nos hace falta para un buen vivir. Hay una tarea ahí enorme de deshacerse como cultura para rehacerse. No dejo de pensar en ese extraordinario y apreciado filósofo español Jose Luis Pardo y su ensayo Nunca fue tan hermosa la basura, el cual no pude usar esta vez, pero que espero usar y reutilizar eventualmente.

Referencias bibliográficas

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