M…

Pienso en M como si fuera a morir.
Todos los instantes oscuros se hunden en el silencio.
Cada fracción de segundo viene con un nuevo rostro suyo.
Intento por todos los medios recobrar su cuerpo entero,
su aliento, su palabra.
Lucho contra su olvido como una momia o como un sepulcro.
Lucho contra mi muerte como un semi-dios griego,
como una columna del Partenón.
M es una hermosa efigie animada,
como una nube solitaria y radiante en un cielo vacío.
M es una actriz de cine mudo…,
no escucho nada que venga de sus labios,
pero su rostro siempre está iluminado como una virgen,
sus ojos asombrados, su boca rosada entreabierta al deseo,
su nariz esbelta como el perfil de una pirámide.
Pienso en M porque no puedo dormir,
porque no puedo soñar con ella, porque no es irreal.
El nombre de M es aun más absorbente que su imagen.
No quiero nada que la represente, ninguna idea, ningún arquetipo.
Lo único que tengo de su cuerpo es el aire 
de su cabello negro ondeante,
su aroma húmedo y peligroso. 

M me mira de lejos y de cerca, por todos lados.
Soy como el vigía de sus sueños
que espera su despertar definitivo a mi vida.
M me mira pero no me ve, no me reconoce en su pasado remoto.
Yo la espío detrás de cada puerta, detrás de cada persiana,
con la ilusión de salir a su encuentro, lento y frágil, intemporal.
M se expone tácitamente, tirando su cabello hacia atrás,
mirando de reojo, susurrando palabras que yo no logro definir,
volteando su cabeza indiferentemente.
Llamo a M como si quisiera acariciar su cabello
o besar su cuello con mi palabra;
pero lo único que puedo hacer es rozar sus hombros delicados
con mi ominoso grito de hombre desesperado.
Su hombros altos, voluptuosos, arrogantes,
son encantadores; quisiera volver a dormir en su regazo
y mirar para atrás sin temor a caerme.
Quisiera creer que tengo sed, que deseo sus senos como un niño entetado,
pero lo cierto es que necesito su mano. 
Necesito un cuerpo, “¡Que me den un cuerpo!”.
Pienso en M porque no tengo un cuerpo
para lanzarme fuera de mí mismo,
sobre ella, como un hambriento animal.

Aun me revuelco en el cielo fangoso del yo.
Estoy a punto de ahogarme
porque mis miembros sólo me sirven para sobrevivir.
M me mira desde la orilla y yo sólo quiero ser un superviviente,
ser un héroe en su tierra agreste.
Vago como cualquier nómada contemporáneo
que busca su presa para llevar a su caverna.
Organizo mi caverna, construyo una choza, edifico un castillo,
levanto una fortaleza; me desplazo todo el tiempo
con la ilusión de que un día M venga a visitarme
y se quede de una vez por todas.
Construiría una ciudad sólo para ella,
un imperio sólo para ella. 

Pienso en M porque quiero ser diferente, porque estoy perdido,
porque estoy desesperado por encontrarla.
Camino por la ciudad como un ciego
con mis manos tendidas a la espera de un abrazo suyo.
Varias veces me he topado con ella en la calle,
en un bar, en un café, en un parque.
Hablamos y nos reímos de todo
como una par de extraviados indigentes.
Quisiera decirle todo el tiempo que está muy bella,
entonces la miro largamente
como si fuera la última vez que la veo,
me imagino abrazándola como quien se despide definitivamente,
y lloro sobre sus hombros, porque me deja partir.

Contemplo a M como si quisiera leer sus pensamientos,
como si quisiera escuchar su corazón.
Su imagen es como un vitral medieval,
dice lo que tiene que decir (con la luz prestada del sol)
a su creyente sombrío.
Mi cuerpo esta como una iglesia, lleno de culpables.
M me mira acusadoramente porque no hablo,
porque no lucho, porque no acaricio sus pies.
Pero en realidad, yo la deseo tanto como un santo a su virgen.
La idolatro, soy un iconoclasta…

Yo no muero sino del otro, por el, para él.
M no puede ser, no, nunca, la imagen en la que se representa mi muerte.
Su fuerza no puede ser el imperio invasor de mi cuerpo.
Tampoco mi cuerpo quiere raptar su belleza.
Anhelo como un niño un paseo fuera de la casa.
Anhelo como un moribundo o un preso un paseo al parque.
M es la extranjera preferida en mi vida. 
Le hago señas desde lejos para que no traiga su maleta,
para que se vaya a otro lugar donde no se preocupe por sí misma.
Aunque la quiero siempre diferente,
lo cierto es que siempre la he querido así:
semejante, la misma, ausente…
en esta distancia vacía que nos espera. 

Me arrastro, me levanto, cultivo trigo, hago vino,
corro por los bosques, conquisto ciudades
y en todas ellas, en las plazas y en sus montañas,
hago señas a todos, como si se fuera a acabar el mundo,
para que sepan que estoy solo, que soy un desconocido,
que me encuentro y me pierdo todo el tiempo por M.
Condenado estoy a cambiar de sitio
y a cambiar de cuerpo por M.
Hago todo lo que está a mi alcance por atraer a M,
incluso lo imposible: me he convertido en gimnasta,
santo, guerrero, arlequín, científico, comerciante,
dandy, impostor, jugador, espía, artista.

Mi cuerpo ya no soporta tantas posturas,
me he inclinado tantas veces sobre M,
he fundado tantos espacios, pintado tantas imágenes
y construido tantos objetos que ya no se quien soy.
Mi cuerpo es una iglesia, una fábrica, un almacén,
una clínica, un vehículo, todos en uno solo:
solitario, intenso, desgarrado, centelleante.
M me quiere fuera, pero mi cuerpo no responde,
estoy cansado, estoy enfermo de deseo.
Este deseo no ha sido más que la ausencia de M
y la enfermedad de mi cuerpo. Es un impostor.
Me desagarra pero no me transforma,
no hace más que empujarme a la muerte.   

Pienso en M como si fuera a morir.
Todas sus bellas apariciones, sin sentido,
para el yo impostor que sufre como un poeta del romanticismo.
Pensaré en M sin mí, y celebraré de nuevo,
el placer de pensar en su belleza, de encontrarla otra vez,
y contemplarla, y esperarla, aquí, fuera de mí mismo, fuera de ella.
Me quedaré, así, vació, limpio, ligero,
libre de toda pesadez, en el centro de la ausencia de M.
Pienso en M… 

La veo bailando voluptuosamente sobre la arena de la playa,
el viento agita su cabellos y ondea su vestido blanco,
el mar ruge suavemente entre blanco y oscuro,
el atardecer rojizo matiza la llegada de la noche.

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