Habitar la mirada: poblar las imágenes*

Permanecer en tránsito es probablemente la mejor manera y la mejor maniobra de mirar circunspectamente o de tener una visión sinóptica. Habitar la mirada quiere decir que nos cuidamos al mismo tiempo de la indiferencia y la insignificancia de las cosas de nuestro mundo circundante. No dominamos con nuestra mirada, la velocidad de nuestros pasos, el uso de nuestras palabras, sino que resistimos un poco más el silencio y el reposo de cada imagen. Acallamos el ruido que producen las imágenes, las despojamos de su significancia a fin de que nos dé la posibilidad de habitarla como si de un espacio se tratara, de inclinarnos a ella en una invitación espontánea que nos revele una coreografía. No nos distraemos o trastornados por su exuberancia sino por su pregnancia, por su materialidad. Detenemos su marcha vertiginosa, vaciamos sus excedentes a fin de poderlas repoblar. No se trata de apropiárselas, sino de aceptar su invitación a entrar en ellas, a percibirlas. 

Pero sucede que cuando entramos a una imagen tenemos la sensación otra vez de que algo falta, de que se nos escapa algo anterior o no logramos prever lo que sigue. Es justamente ese fuera de campo y esa sensación de continuidad la que hace al cine un medio tan eficaz para registrar la realidad. Por cierto, acaso esta sugestión del fuera de campo y esta producción de continuidad sea un artilugio no exclusivo del arte cinematográfico, sino incluso de las otras artes, en tanto que en todas se van pegando pedazos de acontecimientos hasta no tener una ficción verosímil o una realidad más o menos inteligible, aunque siempre incompleta y pendiente. Volviendo a la imagen, no es sólo por un cierto movimiento intrínseco a la imagen que no alcanzamos a retenerla totalmente, sino porque en nuestra propia percepción hay un hábito, a saber, la pretensión racional de nuestra mirada de apresar y poseer algo totalmente, o al menos de retenerlo ordenadamente, de encontrarle sentido a cualquier cosa, de ponerle un nombre, de inventarle una historia. De este hábito es inherente la fragilidad o la falta de dejarnos arrastrar por el vértigo de la acción o el estrépito del tiempo, y no saber resistir en un cuerpo o en un lugar. Esa totalidad de un espacio o de una imagen no se experimenta por cierta visión privilegiada o estratégica (un plano, un panóptico, una proporción o proposición) sino por un recorrido cuidadoso o un movimiento circunspecto o sinóptico de nuestra mirada. Habitamos la mirada cuando jugamos y maniobramos de esta forma: tramamos y somos tramados, pegamos estos trozos de espacio con estos pellejos de subjetividad. 

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C.1. Fotogramas “París Texas”. 1984. Win Wenders

José Luis Pardo en su libro “Sobre los espacios pintar, escribir pensar”, nos cuenta que Win Wenders, decía “Mis historias comienzan siempre con cuadros, con lugares, ciudades, paisajes o calles” (Pardo. 1991: 11), y luego dice “La historia me parece un vampiro que intenta robar la sangre a las imágenes” (1991: 13). Estas premisas le van a permitir a Pardo construir su hipótesis acerca de la espacialidad de las imágenes, y el origen del sentido y de las historias, pero además, el grueso problema de la percepción, cuyo orden aleatorio, semejante al hábito, sólo podría reconocer tal o cual percepción imagen o espacio, justamente porque ya la habría percibido antes. Así el problema de la percepción y del hábito siempre se vería arrastrado por el tiempo, el cual le daría el sentido a una imagen, por la que la precede o le sucede. De tal manera que el hábito sería el principio de producción del tiempo. 

La tesis es ésta: entre las imágenes –consideradas como percepciones y existencias distintas y separadas, inconexas – no puede haber, propiamente hablando, repetición; las imágenes son espacios, espacialidades, mientras que la idea misma de repetición comporta una referencia al tiempo (sólo decimos que algo se repite porque ya ha sucedido antes), a la memoria o a una cierta facultad retentiva, sea o no consciente. Mientras no hay tiempo, no cabe decir que una imagen se ha repetido, pues todas las veces son “la primera vez”. (1991:17) 

Una imagen para Pardo a propósito de Wenders se bastaría a sí misma, lo que quiere decir que no pueden tener sentido porque no se remiten a una imagen-espacio anterior o posterior. Poner una imagen junto a otra no nos remitirían a un solo sentido sino a una singularidad de la cual podrían devenir múltiples historias posibles. El silencio de Travis en Paris Texas y su supuesta amnesia sería una buena ilustración de esa situación de un personaje en un espacio, en este caso un desierto en Texas llamado París. Este paisaje recóndito y agreste por el que camina sin rumbo el personaje, justamente nos presenta esa especie de prehistoria del hombre, un personaje que no es extraño a un espacio, y antes bien, lo ha llenado y por eso lo ha hecho tan indescifrable. La secuencia en la que el médico que atiende a Travis llama a su hermano, contrasta rotundamente con la imagen rústica del paisaje desértico, en tanto que vemos a un hombre resuelto con su vida y su trabajo, mientras al fondo montan una valla publicitaria. Wenders confronta la imagen rústica del desierto encarnada en Travis con la imagen pop de la ciudad encarnada en su hermano. Una subjetividad más o menos disuelta o borrosa con una subjetividad sobrada y más o menos definida. 

Los espacios se comportan, entonces, como una exterioridad al sentido (y al tiempo, y a la historia: la exterioridad de los hábitos), obstinada y resistente, inextinguibles pues son imprescindibles para dar cuenta de sus génesis, pero también propiamente inexperimentables. No podemos – al menos no solemos – salir fuera del tiempo, fuera de las historias, fuera del sentido; pero no podemos tampoco dejar de pre-sentir una exterioridad del sinsentido, una extemporaneidad y una pre historicidad como fundamento no experimentable de nuestras experiencias. (1991: 18)

Travis en París Texas en la primera parte del relato parece arrastrado por una historia sin sentido, parece una hoja arrastrada al azar, sin una aparente motivación que lo empuje a unas acciones premeditadas, a tal o cual meta o resolución. La manera como Wenders se demora en los planos, en conversaciones más o menos inconclusas y tímidos encuentros, nos da la sensación de que efectivamente esas cosas están pasando, de que los personajes pertenecen a esos lugares y se están sobreponiendo al tiempo desbocado de la vida o de relato. El carácter extraño de estos personajes más o menos indescifrables que podemos ver en tantas películas (por sólo nombrar algunos ejemplos: “Persona” de Ingmar Bergman, “Hombre sin pasado” de Aki Kaurismaki, “El sabor de la cerezas” de Abbas Kiarostami, y en Colombia “La sirga” de Willian Vega) nos habla ya no sólo de la borrosidad de tal o cual subjetividad sino de la porosidad y espesura de un lugar. Por eso un silencio desconcertante parece compartir aquellos personajes, porque hay una grieta o una herida abierta en ellos por donde se cuelan y se desbordan los lugares que habitan, que fundan o que abandonan.   

Alicia es una joven que llega a la Laguna de la Cocha en Nariño, un hermoso y exuberante paisaje en las alturas de las montañas andinas colombianas. Llega a casa de su tío a refugiarse de la violencia de su pueblo. Acaso por su condición de desterrada y desamparada, Alicia le cuenta apenas lo necesario a su tío sobre los hechos en los que perdió a su familia y por los que se encuentra en La Sirga, una vieja casa convertida en hostal para recibir a unos turistas que nunca van a llegar. A pesar de su extraño sonambulismo que la lleva fuera de la casa a altas horas de la noche a enterrar una vela, como si con dicha acción quisiera subsanar la muerte de sus familiares o confirmar la esperanza perdida, Alicia ayuda a reparar la casa, y ese trabajo, de alguna manera, con el paso de los días la va a llevar a creer de nuevo en la posibilidad de echar raíces en un lugar. La llegada a casa de su primo (hijo del dueño de la sirga) va a tornar el ambiente un tanto tenso, puesto que este va a intentar convencer a su padre y a su prima de que abandonen La Sirga. Al final de nuevo Alicia va salir huyendo de La Cocha. 

Si bien este es una sinopsis más o menos breve de la historia, esta película va a ahondar en un tema acaso suficiente pero no satisfactoriamente tratado en Colombia. Como en la película comentada más arriba, este personaje también va estar marcado por el desarraigo y por un silencio, en este caso, provocado por el dolor y por el miedo de la violencia. Si bien este tema ha sido más o menos recurrente en la cinematografía colombiana, en esta película vamos a encontrar un correlato de la situación de su personaje tanto en la casa como en el paisaje, que por cierto va a ser registrado con un cuidado admirable. La niebla espesa del lago justamente nos oculta lo que pasa más allá de sus bordes, la violencia que augura el morro que flota contracorriente en el lago, y la llegada del hijo de Oscar (el tío huraño de Alicia y dueño de La Sirga). Por otro lado, el estado de la casa va a ser otro elemento estético importante puesto que va a mostrar no sólo al tío de Alicia sino a ella misma la resistencia y la ilusión de permanecer en este lugar. 

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C.2. Fotograma de Alicia, en “La Sirga” de William Vega. 2012.

Ni el paisaje ni la escenografía van a ser reducidos a meros telones de fondo en “La Sirga”, sino que van a encontrar cierta correspondencia con la situación psicológica de  Alicia. El silencio, el frío y la niebla del lago, van a ser trastocados de un bello paisaje, en el asustadizo silencio de Alicia y su desazón por no poder estar segura con su propia familia. Por su lado, la casa, más o menos maltrecha y frágil nos revela de alguna manera la situación de inseguridad y de incertidumbre que vive Alicia y Oscar. La naturalidad de las actuaciones y finalmente el desenlace que va a tener detonado en el pequeño círculo familiar y social en el que se desenvuelve esta película nos habla de lo natural y lo cercana que es y que ha estado la violencia en Colombia, sobre todo en el ámbito rural. Por lo demás, la desazón y la angustia que nos provoca esta película a través de Alicia no es sólo el correlato poético y trágico de una condición originar del ser humano, de estar fuera de casa o de migrar, sino un correlato doloroso de la penuria del habitar y de la historia de Colombia, que se debate entre la indolencia de sus victimarios y la impotencia de sus víctimas.

Las imágenes-espacios constituyen lo visible ocultándose en los pliegues de las historias, como una capa silenciosa de exterioridad que el lenguaje no puede traducir, que jamás reside en las articulaciones del discurso. Tal cuadro, tal escena, tal imagen, señalan una historia in nuce, puntúan el comienzo posible de una historia; pero, bien mirado, a partir de un mismo cuadro, mil historias diferentes pueden comenzar, de acuerdo con la sucesión elegida. (1991: 22)

Una imagen-espacio no sucede simplemente; no es arrastrada por el vértigo de una historia o por la subjetividad presumida de un autor o de una industria, no solamente tiene el poder de distraernos sino de ser vaciada o silenciada, y luego de ser ad-mirada y poblada. No es por el tiempo que el poder de la imagen nos fascina o nos aterra, sino por sus grietas, por el yo que nos arrebata y el espacio que nos descubre, por el misterio que encarna. El hábito que inaugura un lugar o una historia sólo se da gracias al espacio y el móvil en el que se asume y se consuma, o dicho de otra forma, al hábitat, al contexto o la atmósfera que lo acoge y lo dis-pone. Habitamos la mirada cuando poblamos una imagen con nuestras huellas y nuestros gestos; igual que en una casa, nos replegamos y nos desplegamos en ella, o simplemente pasamos de largo, porque no advertimos un lugar en el cual podamos echar raíces, o al menos, podamos ser atendidos hospitalariamente. 

Basta recordar los lugares caminados por el poeta Andrei Gorèakov en “Nostalgia” de Andrei Tarkovsky, para constatar como el espíritu de un lugar (genius loci) puede ser expresado a través de una imagen, de su materialidad y plasticidad, y que del mismo modo, la disposición afectiva que tengamos, por simple o por extraña que sea, ante un lugar, la podemos tener también ante una imagen. Así, los humanos transitamos por la tierra, colmando de huellas los lugares que habitamos. 

“Algunas de estas correspondencias pueden tener una base real en la huellas que la vida anímica suele dejar en los fenómenos materiales; los rostros humanos son moldeados por la experiencias interiores, y la pátina de las casas antiguas es un legado de lo que aconteció en ellas” (Kracauer. 1996: 99)

¿No quiere decir eso justamente que la realidad desborda lo visible?, o ¿acaso de esas realidades invisibles o insignificantes, y tantas veces inverosímiles, no está llena nuestra vida cotidiana?, y ¿no es a través del arte en general y del cine en particular que nos cerciorarnos de ella? No se trata simplemente de contar o mostrar algo (mucho menos representar), sino de descubrir y expresar, como decía Merleau-Ponty, el mundo en estado naciente. 

Estamos empeñados con todo nuestro cuerpo en ese flujo de vida que antes que ser temporal o psicológico es material, y confiamos en el mundo, porque nos puede sorprender a cada instante, y porque aguardamos furtivamente la ocasión de recrearnos en esos pequeños detalles de nuestra vida cotidiana. La cámara igual que nuestro cuerpo o nuestra mirada no es sino un medio a través del cual accedemos y comprendemos al mundo. La manera como nos paramos frente a los otros, como nos movemos, como miramos o filmamos un lugar, una persona o un grupo de personas, es lo que nos permite entrar o no entrar al baile de lo social o de lo humano. De lejos o de cerca lo que mira el ojo antropológico o sociológico a través de una cámara (como cualquier realizador) no son sólo distancias, patrones o conceptos, sino lo habitual, el tiempo que pasa, la vida que se va. La única realidad a la que nos enfrentamos con nuestras herramientas o dispositivos, cualquiera que ellas sean, es la vida, aunque la imagen siempre trazume un hálito de muerte. Sólo el amor (resistir en la intimidad) puede conjurar el peligro de reducir la vida a un objeto de estudio o a una mera representación. Así como en la intimidad no estamos obligados a estar seguros de nada, a dar explicaciones a nadie o salir de dudas (Pardo: 1996), del mismo modo en el cine, no representamos nada ni a nadie.

El cine no dice nada en particular, sino que habla sin parar de las condiciones mismas de cualquier decir. No representa sino que es. No duplica la realidad, sino que la prolonga, o mejor todavía la restituye. “Aunque posea elementos verbales no es ni una lengua ni un lenguaje. Es una masa plástica, una materia asignificante y asintáctica, una materia que no está formada lingüísticamente… No es una enunciación ni un enunciado. Es un enunciable. (G. Deleuze, La imagen del tiempo: estudios sobre cine 2, Paidós, Barcelona, 1987, p. 366)”. (Delgado. 2008: 78-79)         

Podríamos decir que sin duda el medio con el que trabaja el cine es el tiempo y su móvil o dispositivo es la cámara. Este medio a través del cual el realizador (documental o argumental) registra una imagen-espacio es en efecto muy variado, pues depende de la organización, la duración y la continuidad que le dé a cada una; pero dicho medio no sólo está regido por las leyes del tiempo, por ciertos estándares de duración de las películas, o cierta maneras de combinar las imágenes-espacios para producir tal o cual sentido, pues el espacio, como ya los vimos antes, nos deja en una exterioridad abierta, con una cantidad de gestos y de movimientos no reducibles a unos hábitos y a unos significados determinados, y mucho menos a una subjetividad. 

El realizador no trabaja solamente con los medios que mantiene a la mano sino con los que encuentra a su paso para integrarlos. No es gracias a la autonomía de los medios (dispositivos y circuitos) y los materiales propios del cine que se hace una obra de arte cinematográfica o incluso un mero producto de entretenimiento. En cualquiera de los casos se producirá una película más para públicos variados y para aumentar la ya abrumadora sobreabundancia de imágenes de nuestro tiempo. De nuevo, no se trata de diseñar o crear nuevas imágenes, sino de habitar los lugares y compartir los acontecimientos que las produjeron. 

El cine (como cualquier obra de arte) es un lugar de encuentro, y al mismo tiempo un encuentro de lugares, con todo y sus huellas y coreografías, sus faltas y sus vacíos. No debemos engañarnos por el optimismo con el que nos fascinan y distraen los dispositivos y circuitos del cine (igual que en cualquier arte), porque la obra de arte es una ilusión (un no lugar y un mundo) y al mismo tiempo una especie de carencia. Como Travis en “París Texas” siempre andamos buscando o esperando nuestro lugar en el mundo, un lugar anhelado y añorado, y por eso siempre estamos partiendo, perdiendo el tiempo, y acercándonos al fin, a lo inconcluso (y lo irreversible) del relato o de la vida. 

Pero la imagen-espacio no sólo trazuma un hálito de muerte, esa especie de condición fatal de representar una ausencia, o mejor, de ser arrastrada por el tiempo al hado funesto de su desvanecimiento, a la contingencia o hegemonía de una historia, a la discontinuidad de un héroe desarraigado que apenas si puede sentir nostalgia por su presencia. La imagen-espacio es también una savia que permanece (permeándose) y un flujo de vida que se ramifica por toda la historia, el borde borroso y poroso, la juntura y la trama por la que nos desvivimos todo el tiempo en este mundo (de la imagen) por alguien o por algo. Cada imagen en efecto puede ser un mundo, pero sólo si ha sido levantada sobre una tierra oscura y fértil. En nuestro cuerpo cohabita la tierra y el mundo. Habitamos nuestra mirada sólo porque nuestro cuerpo se dirige hacia algo, a tientas o arrojado, caminamos para tocar el mundo y poblar la imaginación.

* Fragmentos de las conclusiones, que más bien son unas oclusiones de mi tesis de maestría en hábitat Correlatos del hábitat: tránsitos por la intimidad y la resistencia (que por cierto recibió mención de Laureada) de la Escuela de Arquitectura y urbanismo de la Universidad Nacional de Colombia sede Manizales. Aquí el link por si quieren ampliar: https://repositorio.unal.edu.co/bitstream/handle/unal/49846/6387028.2014.pdf?sequence=1&isAllowed=y

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