Nos queda un despojo de tierra
Penoso de llevar
Y, si fue de asbesto.
No es pura1
J. W. Goethe
Me cago en la leche2
Una de las imágenes más memorables que nos dejó la pandemia del Covid-19, y que seguramente la mayoría pudimos ver en las calles y en las pantallas al inicio de nuestras cuarentenas, es aquella de una turba en tropel en los supermercados comprando montones de papel higiénico para enfrentar el confinamiento. A primera vista, la actitud de los aterrados consumidores desde Europa, pasando por Norteamérica hasta llegar a Sudamérica, parece un tanto exagerada, e incluso irracional. Más tarde confirmamos que había sido una reacción casi que automática y un tanto desproporcionada, pues los supermercados nunca se desabastecieron, y los contagiados por el virus no caían muertos por las calles de las ciudades como en las películas postapocalípticas.
Las imágenes de la gente desesperada por proveerse de papel higiénico, operaron como un detonante del caos que habría generado el virus en la vida cotidiana de los televidentes e internautas; el detonante funcionó y se difundió con una enorme onda expansiva por todas las pantallas, más allá de su fuente u origen. O sea, pasamos del lugar de los hechos (un lugar o un cuerpo, sustrato material o soporte) de cierta emergencia y su representación (a través de las imágenes, entre ellas las del papel higiénico, difundidas y compartidas hasta la saciedad), a los datos intimidantes y confusos de contagiados y muertos. Entonces, quedamos a merced de los datos, de la estadística y el big data, cuyos reportes, proyecciones y medidas, independientemente de su exactitud o eficacia, transformaron y amplificaron cuantitativa y cualitativamente la percepción de miedo y peligro.
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Como ya se mencionó antes, el papel higiénico se convirtió en una especie de indicador de la crisis que se avecinaba, no fue el arroz, la carne, la leche, y mucho menos la papa o los tomates; fue el papel higiénico el producto que más necesitaron los consumidores, y a través del cual se evidenció el pánico en el que gran parte de la población estaba entrando. El papel higiénico entonces, podríamos decirlo, sin ambages, connotaba que (inconscientemente) esos consumidores se estaban cagando (o se iban a cagar) de miedo, porque estaban en riesgo de morir contagiados por Covid-19. Su mayor miedo, era en realidad cagarse y no tener papel higiénico para limpiarse; o sea, que antes del miedo al Covid-19, estaba ya metido hasta la médula hace décadas y hasta siglos, el miedo a la mierda y la suciedad.
Si el papel y la imprenta representaron el ascenso de una cultura más o menos bárbara a una cultura civilizada y moderna, ¿el papel higiénico podría representar el culmen de ciertos valores modernos y contemporáneos como la libertad y la seguridad? Es posible, aunque no deja de ser irónico, que en semejante crisis lo que primó fue el bien individual antes que el bien común, acorde “justamente” con el dogma neoliberal y capitalista, mientras que, por otro lado, sistemas sanitarios de países desarrollados colapsaban. Que el virus se haya globalizado en tiempo record, no significaba únicamente que estábamos conectados fraternalmente todos como hermanos o como especie, sino que compartíamos fundamentalmente el miedo, que es, en últimas, el imaginario3 por antonomasia de lo humano, y el más aprovechado para gobernarnos como individuos o como pueblos. ¿Cómo es que un producto tan básico y tan desapercibido como el papel higiénico, podría detonar o descubrir tantos significantes y referentes? Pues porque es un símbolo de nuestra incultura más o menos occidental.
Entonces, ¿cuál es el papel del papel higiénico? Lo primero es que es un papel, y por lo tanto se comporta como soporte, o al menos, guarda la nostalgia de un soporte. Se podría escribir sobre él, de hecho, el papel higiénico tiene motivos y texturas, y hasta perfumes. La arcilla, el papiro y el pergamino, el papel de los libros y el papel periódico son sus célebres y honorables antepasados, tanto que este último fue usado hasta muy entrado el siglo XX como papel higiénico. Lo que diferencia este papel cuya función transgrede con creces (y con heces) la de soporte, es su suavidad, la cual ha mostrado “satisfactoriamente” su eficacia. Lo increíble es que, a pesar de su suavidad acolchada (semejante a las plumas de un ave inmaculada o un ángel, el pelaje de un oso o un perrito, o la piel de un bebé), es resistente, porque cuenta con tres y hasta cuatro capas en una sola hoja, y eso lo hace más rendidor.
Pero por más rendidor y resistente que sea, hay dos realidades más allá de la hiperrealidad de su publicidad y sus propagandas, a saber, que se acaba pronto, es muy limitado (mucho más de lo que quisiéramos), y produce ingentes cantidades de basura y contaminación. Como consumidores, a estas alturas deberíamos comprender que el desarrollo capitalista es limitado y la sostenibilidad insostenible, aunque en teoría (y en la publicidad) nos muestren lo contrario. Esa es una lección básica del rollo de papel higiénico, pero el imaginario de la individualidad (la seguridad en lo privado), la libertad y la asepsia es más fuerte, y es capaz de coartar incluso nuestra capacidad de pensar e imaginar otros mundos, a tal punto, que no se nos ocurre otras alternativas para limpiarnos el culo. ¿Cómo más me voy a limpiar el culo? Dirá cualquier usuario “- Yo soy libre de limpiarme el culo como me dé la gana”. Y así vamos llenando de mierda y basura el mundo entero. Con todo, fuera de los motivos que se le imprimen al papel higiénico, hay otra coreografía que es precisamente la que hacemos nosotros cuando usamos el papel higiénico, pero esa escritura es tan abstracta, sórdida y extravagante, que no es fácil transcribirla.
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Una cosa es el soporte, o sea el papel, y otra, el dispositivo que lo pone en movimiento, que lo desenrolla, esto es, el rollo atravesado por un tubo fijo cuyo diámetro es más angosto, a fin de que aquel pueda moverse. Dicho dispositivo es semejante al del cinematógrafo, que, en este caso, era puesto en funcionamiento por una manivela impulsada por la mano del camera man, y más tarde por un motor eléctrico. A través de una rueda dentada, la cinta se mueve de una bobina de entrada a una bobina de salida, y entre ambas, están los distintos mecanismos de visión, registro e impresión de la realidad. En el caso del papel higiénico, el proceso es incluso más análogo y mecánico, pues la manivela es la misma mano del usuario, que mueve el rollo para obtener el papel. Este dispositivo y este soporte también registra y revela la realidad, aunque en este caso, la más primitiva del animal humano, producto de la adquisición alimentaria, su comportamiento nutritivo y su proceso digestivo.
Hasta este punto, si bien toda cagada es análoga, también es simbólica; marca un territorio (desterritorializa y reterritorializa un mundo), transforma una forma burda, barbara y violenta, en una forma refinada, limpia y delicada, y también viceversa. El proceso digestivo, no yendo muy lejos con estas analogías, podría ser equivalente al proceso de montaje o edición en el cine y en la televisión, y por tanto, al publicar nuestros contenidos en cualquiera de esos circuitos o redes, entramos a ese umbral de exhibicionismo ambivalente entre la vergüenza y el narcisismo, que se manifiesta en nuestra obras… Por sus obras los conoceréis. Volviendo al tema de la representación, acaso haya una equivalencia de una cagada en la representación análoga o digital, pero como sea suele ser inverosímil, puesto que no hay una equivalencia con ese dolor o placer visceral, así como es irrepresentable el dolor ante una muerte violenta, o el extremo placer del orgasmo (la petite mort como le llaman los franceses). A propósito, Antonid Artaud escribió en El teatro de la crueldad: “Todo lo que creían que eran mis obras, no eran más que desechos de mis obras”. Representaciones, metáforas, puestas en escena, gritos, coreografías, simulacros. Más acá de esos dispositivos tecnológicos que nos permiten alimentarnos, ver, oír, hablar, cagar, canturrear, crear, etc., son los dispositivos ideológicos o imaginarios (sociales instituyentes para Castoriadis4) los que hacen que evadamos la realidad de nuestras cagadas en el mundo de la vida cotidiana.
Nos cagamos en el mundo cada día, la cantidad ilimitada de deshechos alejados de los centros urbanos son todo un indicador de ello. Pero para eso tenemos papel higiénico, ambientadores y desinfectantes, para disimular esa putrefacción de nuestras cagadas individuales o sociales, y para eso está también la televisión que, por más que acerque las imágenes de nuestras heces y desechos, no nos da a oler a través de las múltiples pantallas que tenemos a la mano. O sea, tenemos a la mano una pantalla, para no untarnos del sudor, del olor, la pobreza y la sangre de los otros, para protegernos de los desperdicios y las contaminaciones, de los bombardeos y las masacres humanas y ambientales. La virtualidad ha creado un mundo hiperreal tan veloz y aséptico que NO nos permite mirar atrás ni las huellas ni las cagadas que dejamos, porque lo único que importa es que el presente transcurra lo más rápido posible. Las noticias parece que dijeran: – No importa la cagada de ayer, ya no tiene vigencia, ya no huele, solo esperemos el nuevo escándalo. Lo pasado, pasado, cantidades abrumadoras de archivo cada día llenan el espacio virtual, mucho mas que los desechos fuera de las ciudades, y la mierda fuera de nuestras casas.
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Que la televisión y el papel higiénico permiten estas analogías o correlatos, lo ratifica el hecho de que se convirtieron en productos de primera necesidad en la pandemia del Covid-19. El virus provocó el miedo que se manifestó en la necesidad de comprar abundantes cantidades de papel higiénico, y la televisión lo registró prolijamente, como un indicador de la crisis que estaba iniciando o como detonante de un caos, que al final no tuvo el desenlace esperado. En Colombia, a tres meses de iniciada la cuarentena, hubo un incidente que refuerza al televisor como un producto de primera necesidad, a saber, el primer día sin IVA el 25 de junio decretado por la presidencia, en el que se vio gente aglomerada en supermercados de cadena, comprando, entre otras cosas, televisores. Dichas imágenes de carritos y televisores inundaron las portadas de los medios internacionales, quienes llegaron a llamar jocosamente a ese esperado y desafortunado día: Covid Friday.
Otros dos ejemplos concretos pueden ilustrar muy bien como es que el televisor y el papel higiénico se consolidaron como símbolos. El primero, en el 2013 en Venezuela, la ausencia de ese codiciado producto de primera necesidad fue el gran indicador de que ese país estaba efectivamente en una crisis de abastecimiento, incluso de productos tan básicos como el papel higiénico. Haya sido causado indirectamente por el bloqueo económico de Estados Unidos, o por las equivocadas medidas implementadas del régimen venezolano, o porque se estaba especulando con ese producto en el mercado blanco o negro, o porque la gente estaba comiendo tres y hasta cuatro veces al día, es un misterio que rebasa el propósito de este ensayo. Lo que sí es cierto, es que el producto por el que la gente hacía largas filas en los supermercados, y por el que se desató ese gran escándalo, fue el papel higiénico, y no el arroz, la carne, el azúcar o la harina.
El segundo ejemplo sucedió 10 u 11 años antes de aquel incidente en Venezuela con el papel higiénico, en la invasión a Iraq por parte de los Estados Unidos, desde el 2002. En la televisión vimos imágenes de los bombardeos a la ciudad de Bagdad, la caída de la estatua de Sadam Husein (que fue, por cierto, toda una puesta en escena según Paul Virilio en Ciudad pánico5), y a militares llevando televisores a las familias iraquíes, para liberarlas de ese régimen en el que no existía (o no era necesario) ese apreciado aparato, símbolo de la libertad, del desarrollo tecnológico y la inteligencia en Occidente. Hoy se sabe que las supuestas armas de destrucción masiva en poder de Iraq, detrás de las que iban y por las cuales justificaron la invasión (el Reino Unido y Estados Unidos) no existían. Me imagino a un televidente ideal de esos países invasores respondiendo: – Pero eso ya no importa, si fue un error ya no hay nada qué hacer, es el pasado, hoy ya no pasan esas cosas; al fin y al cabo, esa cruzada liberó a Medio Oriente de la amenaza fundamentalista del islam y el terrorismo.
La falta de papel higiénico en los supermercados en Venezuela (un tanto semejante a como pasó al principio de la pandemia del Covid-19, por la falta también de ese producto en las casas de las virtuales víctimas del virus) puso en evidencia una temida crisis. Preferible una revuelta social por el derecho a limpiarse el culo con papel higiénico Scott que limpiárselo con agua o con papel periódico a la vieja usanza. La cagada del régimen venezolano por dejar acabar el papel higiénico estuvo al alcance de todo el mundo a través de los televisores; y no hubo papel higiénico, ni desinfectante, ni ambientador, y mucho menos propagandas o noticias que alcanzaran a limpiar semejante pecado (esa mancha) contra el régimen sanitario de libre mercado. Por su lado (y al contrario del papel higiénico en Venezuela que representó la opresión y la carencia), en el Iraq ocupado por Estados Unidos, el papel del televisor representó la libertad y la abundancia. El televisor, mucho más efectivo que una bandera o que un rollo de papel higiénico, distraería a las víctimas de esa invasión, de su cruda realidad, ofreciéndoles una alternativa de escape, una segunda liberación, al fascinante mundo del espectáculo, el entretenimiento y la propaganda. La cagada de Bush y Tony Blair en Iraq, a diferencia del caso anterior, sí fue tapada y limpiada, mucho más eficaz y elegantemente, por los medios de comunicación (triple hojas, suaves, perfumados y rendidores), quienes por más que hubieran querido, no podían hacer fe de erratas, simplemente, porque ya había otros conflictos que cubrir, Libia, Siria, etc.
Con todo, fue mucho más poderoso y radical ese régimen fisiológico y simbólico de cagarse en el mundo y en el otro, que los regímenes iraquíes, venezolanos, comunicativos y de mercado. No hay papel suficiente para tapar o limpiar las cagadas hechas a los otros y al medio ambiente, y por eso es que la única dignidad posible y verosímil es la vergüenza. El imperativo de la cagada es incluso más poderoso que el imperativo categórico; debería decir algo así como: – No te cagues en baño o territorio ajeno, así como no quisieras que se cagaran en tu baño o en tu territorio. El dolor o el placer de la cagada es la universalidad del individualismo, que a cualquier cosa llama libertad; pero por más libre y poderosos que nos creamos siempre necesitamos cagar, la excreción domina la voluntad. Hay quienes piensan que tienen más derecho a cagar, y creen que cagan menos fétido o menos feo, tanto que se cagan donde les dé la gana, incluso frente a todos, si les apetece. Se cagan tanto en lo público como en lo privado. La seguridad que ostentan y que publicitan por doquier es gracias a la mano invisible del mercado que es la única que puede limpiar sus poderosos culos individuales o nacionales. Así que, dependiendo del régimen de consumo hay cagadas más grandes o mas pequeñas, las mas grandes desbordan sus propios sanitarios, acueductos y territorios. Con todo, no hay cagadas absolutas o relativas, sino gente que puede detectar y arremeter contra toda la mierda que le sobra a esta entrañable y visceral aldea global.
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En cuarentena, sobraron razones y pasiones para ser optimistas y creer que el capitalismo haría una tregua con los explotados y con la naturaleza, o ser pesimistas, y creer que habría un recrudecimiento de las desigualdades y un insurgir desproporcionado del Estado. Los estados de emergencia por el Covid-19 se difundieron tan rápido como las fake news, y algunos devinieron en estados de excepción, que, en efecto, fortalecieron el papel del Estado; mientras que el espíritu neoliberal aprovechaba la oportunidad (como buen emprendedor) para reinventarse, e insertarse, sin mayor resistencia, al futuro de las redes y la hipercultura.
En la vida práctica los límites se estrecharon, mientras que en lo virtual se ampliaron. Se cerraron aeropuertos, estaciones y terminales, parques, locales, casas, y hasta bocas; mientras que en la red se abrieron nuevos negocios y nuevas posibilidades de sustituir el encuentro cuerpo a cuerpo, por el encuentro virtual desde el confinamiento. El movimiento en las redes sociales atenuó parcialmente el movimiento de la vida cotidiana, acercó y mostró abundantes imágenes de gente sobreponiéndose y superviviendo. Todo a la mano (acaso semejante a esa utopía del internet de las cosas): el control remoto, el computador, el Smartphone, y el papel higiénico; también el Estado, el trabajo, la educación, la cultura, el arte, las compras, y hasta el sexo. Un enorme portal de exhibicionismo, especulación y simulación se descubrió para distraernos del peligro del virus y del espacio público, en una apoteosis de la publicidad y un paroxismo de la privacidad.
Datos y más datos al alcance de todos, y casi todos al alcance de los algoritmos, de los ojos de las pantallas y del ojo del culo del nuevo orden mundial. Horus y Panopte amangualados, confabulando contra multitudes de enajenados convalecientes. La OMS dio directrices claras al principio, y luego no dejó de contradecirse, porque fueron aprendiendo del virus, y eso es normal en la ciencia, contradecirse, que no sea infalible, mucho menos en una pandemia, cuando se le necesitaba realmente segura; al mismo tiempo, centros de investigación de las universidades más prestigiosas del mundo y farmacéuticas iniciaron “heroicas” investigaciones para producir una vacuna que salvará a los alucinados y debilitados televidentes e internautas.
Nunca estuvimos abandonados, siempre estuvieron ahí el Mercado que nos aseguraba el abastecimiento de papel higiénico y la información, el Estado para protegernos del virus, de la calle e incluso de nosotros mismos, la Ciencia y la tecnología para garantizarnos un futuro, y por supuesto la Política y la propaganda, para intimidarnos con la misma mierda todos los días. La culpa por el creciente número de contagiados y muertes pasó de un sistema sanitario deficiente o de la debilidad inmunológica de las masas globales, a la irresponsabilidad de un sector de la ciudadanía. O sea, a falta de guerras contra el narcotráfico, por tierras, por combustibles, guerras comerciales, por patentes 5G o vacunas para el virus, nos metieron en otra guerra, sin pena ni gloria, una entre quienes aceptaban temerosos las restricciones y quienes anhelaban ansiosos regresar a las calles.
El futuro nos sorprendió comiendo y cagando en casa, como si la distopía del biopoder focualtiana se hubiera ejercido sin la resistencia y el caos esperado, e incluso sin el consuelo de la utopía filantrópica de un Bill Gates que desde hace años se ha ocupado del “futuro bienestar” de la humanidad. Lo individual fue obnubilado y lo colectivo revocado temporalmente, en un presente irreversible del que no se podía escapar fácilmente. La Muerte estaba al acecho en las calles, e incluso, según informaciones oficiales, en parques, montañas y ríos, y el Juicio Final se declaraba escatológicamente cada día por los medios de comunicación. La naturaleza, por su lado, estuvo feliz, abandonada a su suerte, libre y pródiga, sin esas vanas promesas humanas que han pretendido suplantarla con paraísos (o inteligencias) artificiales.
El fin supremo que, para los antiguos estoicos (neohippies, pachamámicos y solarpunks) consistía en vivir de acuerdo con la naturaleza, fue subvertido en la actualidad por vivir de acuerdo con la tecnología. Pero otras utopías son posibles, por ejemplo, cagar tranquilamente, sin tanto miedo y sin tanta vergüenza, y comprender que no somos cuerpos gloriosos ni virtuales, que lo que seguirá contaminando y echando a perder nuestro futuro, no será ni un virus ni la culpa por nuestra propia mierda, y ni siquiera por salir a las calles y mezclarnos en fiestas, ferias, carnavales, manifestaciones y revueltas, sino que lo que contamina al mundo es la cantidad sucia y exagerada de imágenes, noticias, productos, dispositivos, máquinas, y deshechos que generamos.
En esta nueva utopía la escatología suprema es el placer de la propia cagada (lavada con agua cristalina y NO con papel higiénico), el reconocimiento de la materialidad de nuestra propia humanidad, y no la superficialidad aséptica de las pantallas, que por más que intente desinfectar el cuerpo civilizado o perfumar su trasnochado futuro, no podrá ocultar la putrefacción de su alma. Finalmente, si la carencia y la suciedad son propias de tan diversas distopías que hemos visto en la literatura y el cine, nuestra pobreza y suciedad de fango del sur6 no conquistado aún, desde hace años es el futuro. Esta fortaleza postcyberpunk resistirá hasta el fin.
1 Ob. cit. En: Laporte Dominique. 1998. Historia de la mierda. Editorial Pretextos. p. 16.
2 Proverbio popular usado especialmente, aunque no exclusivamente, en España.
3 A propósito de imaginarios, el filósofo y semiólogo Colombiano Armando Silva en el 2004, dictó una conferencia en la Bienal de Sao Paulo, en la que habla de tres imaginarios, el miedo, el cuerpo, y lo doble. Respecto al miedo comenta que uno de sus referentes obligados es el terror que produjo la caída de las torres gemelas, que habrían posesionado el miedo en las ciudades, a través de las imágenes difundidas en los medios de comunicación, a las que llama fantasmas. Dice una cosa, al parecer audaz para su época, pero un tanto grave para la nuestra: “Los imaginarios mediáticos ponen a circular símiles convincentes que van quedando en nuestras mentes. No podemos separar el ‘acontecimiento real’ de las imágenes que lo escenifican como verdad social”. Para mayor información, algunas definiciones útiles para comprender la puesta en escena o en práctica de lo imaginario en lo urbano, en: Silva, Armando (5ª Ed. 2006). Imaginarios urbanos. Arango Editores Ltda. Bogotá.
4 Cornelius Castoriadis dice que el imaginario social instituyente recrea la institución social cada vez, a través de lo que llama un magma de significaciones. “Esta lógica ensídica social (como las significaciones imaginarias instituidas cada vez) le son impuestas a la psique durante el largo y penoso proceso de la fabricación del individuo social”. Así que, a pesar de la discontinuidad de lo social y su capacidad de recreación, el sentido le es más o menos impuesto al individuo. Por ejemplo, los imaginarios de la libertad (asociado al de la autonomía, la seguridad, el progreso, etc.), o el de la limpieza (corporal o étnica, asociado al del miedo y también la seguridad) o el de la misma ciencia (asociado con el conocimiento, la tecnología, el futuro, etc.) se insertan en la vida cotidiana tan imperativamente (a través de la cultura más o menos globalizada, las redes, etc.), que no sería acertado en este contexto decir que dichos imaginarios son recreados imaginariamente e instituidos cada vez por la sociedad, sino que ya desde antes están determinados ideológicamente, a través de su lógica conjuntista-identitaria. En todo caso, semejante propuesta hoy parece aún más utópica que en los años 70s del siglo pasado en los que la escribió Castoriadis, y cuya sociedad tenía, al parecer, más ganas y más chance de cambiar el sistema. Recuerdo cierta discusión que se daba en la primera década de este siglo, acerca de la supuesta libertad de los televidentes de cambiar el canal del televisor para ver lo que quisieran, acto que los convertía por arte de magia y de la nueva industria, en receptores activos. Pues esos receptores activos no lograron cambiar o recrear las producciones audiovisuales nacionales, sino que crearon un gusto seudo homogéneo representado en la oferta de Netflix, y en la cartelera pueril de los Multiplex al servicio las mayors gringas, y de paso, lesionaron las industrias locales que estaban germinando. Parece como si esa lógica ensídica hubiera sido eclipsada por la lógica conjuntista-identitaria, pero esta vez, no a través de lo histórico-social o de sus significaciones imaginarias instituyentes, sino a través de la demanda del público y del significante imaginario del cine (y por extensión el de la televisión y de los otros dispositivos tecnológico e ideológicos semejantes y porvenir) que ha devenido instituyentes de representaciones sociales. El imaginario social instituyente en este ensayo no se entiende, pues, como instituido desde lo social, sino desde la institución (cine, mercado, estado), y a través sus significaciones (libertad, miedo, ciencia, etc.) que resultan ser tan categóricas como inapelables.
5 Virilio, Paul. Ciudad pánico. 1ª Ed. Buenos Aires. Libros del Zorzal. 2006.
6 Adaptación de una frase de Borges en su libro Historia de la eternidad que dice así: “La vereda era escarpada sobre la calle; la calle era de barro elemental, barro de América no conquistado aún”. Borges en este relato plantea la historia de una pobre eternidad. Más adelante dice: “La vida es demasiado pobre para no ser también inmortal”. He hecho un comentario de ese relato en mi tesis de Maestría: Correlatos del hábitat. Tránsitos por la intimidad y la resistencia. Ver o descargar aquí: https://repositorio.unal.edu.co/handle/unal/49846