Yo me había mudado en plena adolescencia de una ciudad de clima frío a una ciudad calurosa, rodeada de cañaduzales, y donde mucha gente iba en bicicleta a todas partes. Cierto día me fui en la bicicleta de mi primo, una bicicleta horrible, amarilla fluorescente, pero muy útil, eso sí, en busca de un balneario que me habían dicho quedaba cerca y bordeando la ciudad. En la glorieta de La Versalles tomé la vía equivocada, así que salí de la ciudad, pasé un pequeño poblado llamado Amaime y luego me dirigí al parecer hacia Ginebra. Allí se realiza un festival de música andina muy importante en Colombia, aunque lo había escuchado antes, solo hasta hace dos años que me invitó una compañera de la universidad a tomar unas fotos en ese evento, me entere que esa pedaleada en la que perdí el rumbo hace mas de veinte años, en caso de haber seguido, me dirigía a ese pueblito. Yo me devolví frustrado al no ver el famoso balneario, que, por cierto me parecía curioso que un lugar con piscinas estuviera en la misma ciudad, de donde yo venía había que bajar casi una hora para encontrar este tipo de lugares. Cuando volví a pasar por la glorieta de la Versalles, de nuevo tomé el camino equivocado, y terminé en el centro de la ciudad; yo iba con una bermuda como estampada de hojas y flores, una camiseta sin mangas (aquí la llaman esqueleto, pero un amigo me contó que en Argentina las llaman musculosas, ja) y en chanclas. Allí me di cuenta que en el centro había harto tráfico de motos y carros, y que era una ciudad bien populosa.
A Mi amiga de Ginebra Valle del Cauca la había conocido en la Universidad Nacional de Colombia sede Manizales cuando estudiamos Gestión Cultura y Comunicativa, y ella, igual que yo, era más de esa tierra fría que de esta tierra caliente. Su esposo en cambio si era valluno de pura sepa, y de Ginebra a mucho honor. A mi me inquietaba por supuesto, por pura curiosidad sociológica, por decirlo de alguna forma, ¿porqué le habrían llamado a ese pueblo justamente Ginebra? La respuesta del esposo de mi amiga si mal no recuerdo fue simple pero suficiente para mi: uno de los fundadores le parecía que los paisajes de Ginebra Suiza eran parecidos a los de ese poblado, así que se le ocurrió la brillante idea de llamar Ginebra a ese encantador pueblito valluno. Yo creía que la ciudad de donde yo venía era más arribista, porque muchos de sus edificios residenciales tienen nombres de ciudades o regiones europeas, cuando no de apellidos de grandes personalidades de por allá (sobre todo de España o Italia) Los nombres de los lugares siempre me llamaron la atención, porque de entrada ya nos puede aportar mucha información acerca de cada lugar, así como con las personas, supongo. A eso llaman toponimias, y si no fuera porque un estudio semejante es largo, dispendioso y costoso, ya me hubiera embarcado en una empresa semejante.
En clase de Cultura y territorio que dicto en el programa de Diseño Industrial en la Universidad Nacional de Colombia sede Palmira, le conté en cierta ocasión a mis estudiantes que conseguir música hace veinte años era toda una aventura, pues requería desplazarse por muchos lugares de la ciudad, si uno quería conocer y obtener la mejor música, en mi caso, rock and Roll, hard rock, heavy, y trash y death metal, música clásica, etc. Pero para eso se requería tener una recia voluntad y un amor especial por la música y las personas. Cada casete, acetato o cedé que conseguía venía acompañado no solo de historias en torno a cada canción y cada álbum, sino la historia de quien amablemente compartía su música; aunque a veces, a decir verdad, no era por mera amabilidad sino por interés, de que uno a su vez compartiera algo valioso. Así fue que conocí esta ciudad hasta sus barrios más lejanos. Con estos antecedentes se me ocurrió entonces hace un par de años, proponerle a ese grupo de estudiantes, hacer una cartografía sobre canciones importantes, y asociadas a un lugar, a melómanos de la ciudad y de cualquier género. y como lo supuse, resultó ser una gran experiencia.
Otro acontecimiento que marcó para siempre mi paso por esta ciudad, fue la adquisición de tres obras de Víctor Rodríguez, más conocido como Víctor Latas, no recuerdo si fue mi madre o mi hermana quien compró esas obras a este extraordinario artista, que las vendía a muy bajos precios para poder sobrevivir a la calle en la que mantenía arrojado, ya sea por convicción o por alguna especie de tragedia familiar, pero el caso es que era notable la técnica que usaba y el trazo en sus obras. De los tres cuadros todos tenían como motivos árboles y casas, y cuando nos volvimos a Manizales, nos llevamos una, y mi hermana se quedó aquí en Palmira con las otras dos y un esposo. Yo no le presté nunca mucha atención a esa obra, solo hasta que estaba en el proceso de escribir mi tesis de maestría, hace unos seis años, sentado al comedor y viéndola en la pared (no muy apta para ese espacio la verdad) se me ocurrió que me podría servir, y de hecho que era muy oportuna, para el tema que quería tratar, a saber, la casa y el habitar humano. Es probable que esa obra, que estuvo guardada por tantos años (hasta que conseguí mi primer trabajo como profesional y pude mandarla a enmarcar), y tan aparentemente insignificante, haya descubierto en mi ese tema tan profundo y a la vez tan cotidiano.
Por esa misma época en la que mi hermana consiguió esas obras de Víctor Latas, yo había conocido a un pelao con el que intercambiaba música, y un día me prestó un librito pequeño llamado: Las flores del mal de Charles Baudelaire, una edición muy sencilla (de Editorial Esquilo LTDA que no tiene ni siquiera la fecha de publicación, o quizá se me perdió esa página), pero traducida con gran esmero, tanto que nunca encontré una que me satisficiera como aquella. Un par de meses después empecé a ver a ese pelao todo desaliñado y tirado al abandono por las calles pidiendo dinero; alguna vez me vio y me pidió el libro y yo le inventé algo para no devolvérselo, pues de seguro lo iba a vender para comprar vicio. Hay allí poemas inolvidables: El albatros, Canción de siesta, Una carroña, Esplín, La invitación al viaje, etc., son los que mas recuerdo. Como buen romántico que era, siempre anhelé conocer a una chica que le pudiera recitar ese poema:
La invitación al viaje
«¡Oh, mi niña, mi hermana,
imagina que gozo
vivir juntos los dos lejos de aquí!
¡Y ser libre de amar,
oh de amar y morir,
En una tierra parecida a ti!
Esos húmedos soles
de los cielos brumosos
reúnen para mí todo el encanto,
que se mezcla al misterio,
de tus ojos traidores
que brillan entre el velo de tus lágrimas.
Allí todo es belleza, todo orden,
todo lujo y quietud, nuestra delicia
(…)»
Sigue, pero dejemos ahí para no alargarme tanto. El tema del viaje por supuesto me había llamado la atención, no ya únicamente como motivo romántico, sino también por el hecho de que se convirtió en todo un paradigma y un imaginario de la modernidad quizá desde los viajes de Marco Polo a Medio Oriente y Lejano Oriente. René Descartes, por ejemplo, decía en El discurso del método que gracias a que él había viajado por el mundo podía decir lo que dijo, y más tarde Charles Baudelaire hablaba de que el artista debía ser un hombre de mundo, aunque en este caso, se refería seguramente a alguien que conociera la calles, los burdeles, el opio y la absenta. O sea, el tema del viaje se volvió más local, pero como París era de las ciudades más cosmopolitas de la época, un centro del mundo, pues claro. Es muy conocida la figura del flaneur que tanto entusiasmaba a Baudelaire, era un paseante anónimo que recorría la ciudad por puro placer, figura por cierto, muy afín con la de El hombre de la multitud de Edgar Alan Poe. De ellos aprendí que la potencia del artista provenía de su anónimato y su intimidad, y no de su privacidad y su publicidad.
A mi se me hacía que Manizales a principios del siglo XXI era como esa parís de Baudelaire del siglo XIX, una ciudad que uno podía caminar a pie, y en la que se encontraban poetas por doquier, artistas y filósofos atraídos por la desmesura. Yo recorrí esa ciudad también por todos lados, a veces con propósitos y muchas otras sin propósito alguno, perdido caminando por la 23 o por Chipre. Fue en ese tiempo que me empecé a enamorar mal por el cine, por cierto el Último tango en parís de Bernardo Bertolucci fue quizá la primera película que me impactó más profundamente, a pesar de que no lograba codificarla del todo, hasta que una bella mujer mayor que yo, en ese entonces, me descifró el enigma cuando estuve en uno de esos talleres de realización y producción cinematográfica que hacía el Ministerio de Cultura.
Cuando Leí Dublineses de James Joyce tuve la misma sensación que con la París de Baudelaire, que se asemejaba a la Manizales de ese tiempo, y que esas historias bien pudieran haber sucedido allí, e igualmente, que tenía narradores que contaran esas historias (aunque no se conocieran tanto localmente y mucho menos globalmente) Me parecía, por lo demás, que esos relatos de Joyce tenían episodios muy cinematográficos, pero había un relato que me gustaba más que los otros, sobre todo, porque quería hacer una especie de adaptación para un cortometraje. Ese cuento se llama Evelin, y es la historia de una chica que quiere dejar a su familia por irse con su novio a la Argentina, ella todo el tiempo está dudando y poniendo sobre la balanza los pro y los contra de irse o quedarse.
Como cinco años después, ya profesional y cansado de gestionar un Festival de cortos con mis socios de Moscamuerta, decidí escribir la historia que quería contar y resultamos beneficiarios de un estímulo del Ministerio de Cultura. El cortometraje se llama Julieta deriva, y aunque mantiene más o menos el mismo carácter de Evelin (de dudar si se va o no se va), Julieta decide antes de irse hacer un rodeo por Manizales, como quien recoge sus pasos. Julieta no tiene trabajo y vive en una situación precaria, por eso toma esa difícil decisión. Así que Julieta no recorre todas esas calles y lugares de esa ciudad por placer, como el Flaneur de Baudelaire, sino por una dolorosa necesidad. No va de paseo, sino de huida; no es una turista sino una desplazada (o un residuo como diría Bauman) del progreso y el desarrollo. No sabe a donde va a llegar (a qué casa o patria)
Escribe Byun-Chul Han en su libro Hiperculturalidad (2018, Herder Editorial, S.L., Barcelona): “No existe ninguna asimetría del dolor. El turista hipercultual se mueve de un aquí hacia otro aquí. Dado que el turista hipercultural no aspira a un arribo definitivo, el lugar en el que se encuentra cada vez no es un lugar, un aquí en sentido enfático” O sea no hay lugar para la nostalgia, incluso si uno vuelve a su casa materna o a su ciudad, vuelve como turista hipercultural, de paso a otro aquí. (Recordé el aquí de Gi-woo el hijo mayor de la familia del semisótano en Parasite de Bong Joon-ho, sobre todo al final)
Ese turista de Chul Han al parecer no deja huella y cada aquí es un lugar tachado. Esta bien que la huella, como escribe en alguna parte Derrida «anuncia tanto como recuerda”, pero no es únicamente sobre esos lugares virtuales (y acaso metafísicos) de los conceptos o las imágenes (e incluso los de la cibernética o el big data) que se teje una red, sino que esta se teje, incluso antes, sobre la urdimbre terrenal y mortal (bucólica, provinciana o urbana) de la existencia humana. Sospecho que el filosofo surcoreano confunde en su libro Hiperculturalidad, en el capitulo El peregrino y el turista, la Selva Negra de Heidegger con el Aura de Benjamín.
Con todo, creo que este contexto de pandemia y de cuarentena en el que nos encontramos ha devenido en un aquí insoportable que no tiene mucho a donde ir, si convenimos que, cuando decimos aquí nos referimos también a un cuerpo (o sino ¿para qué un cuerpo), y constituye una oportunidad inmejorable para el viaje de ese turista hipercultural, un alma (o mónada) universal (globalizada y globalizante) con ventanas abiertas a todas partes, a través de la Internet. No hay distanciamiento para el turista hipercultural, solo acercamientos: clases virtuales, viajes virtuales, juegos virtuales, sexo virtual, etc. Debo hacer la salvedad de que quizá no logré comprender ese turista hipercultural de Chul Han, pues lo hiper siempre me remitió a una abundancia con pretensiones de totalidad (un hipermercado por ejemplo), que nunca he tenido ni deseado. Para mi un hiperespacio, igual que la hiperrealidad (que seguro lo aprendí de Baudrillard) pretendía abarcar más de lo que podía y ser más real que lo real.
Temo que el mundo del turista hipercultural no sea más que un mundo edulcorado e inflado como esas bombas de helio en algún centro de atracciones tipo Disneylandia o Hollywood, o como esas imágenes hiperrrealistas de las revistas de Atalaya, semejantes a esas propagandas de las corporaciones financieras o mineras, en la que toda la gente se ve feliz. Una infantilización y banalización generalizada patrocinada por los mass media. Por todo ello, prefiero creer que soy un turista intercultural (en cuarentena por lo demás) antes que un turista hipercultural.